(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

La revolución bolchevique, iniciada en Rusia hace cien años como corolario del derrumbe de la autocracia de los zares, fue uno de los grandes hechos de la historia del siglo XX. Junto con las guerras mundiales y la Gran Depresión modelaron un orden global que en sus líneas maestras sigue todavía vigente, como lo demuestran la hegemonía de Estados Unidos, la existencia de un liderazgo alternativo en torno a países del bloque oriental (como Rusia y China) y el funcionamiento en las economías maduras de un régimen híbrido entre el capitalismo liberal y el socialismo, conocido como estado de bienestar.

La revolución liderada por Lenin se planteó una doble meta, que volvía su empresa francamente colosal: de un lado, sacar a la economía rusa del atraso en que se hallaba frente a los países del occidente europeo, Estados Unidos e incluso Japón; de otro, evitar la desigualdad económica, social y política que el desarrollo del capitalismo traía consigo, entre una clase propietaria y la masa de obreros y campesinos. Es más, el programa revolucionario incluía un tercer objetivo, que era la entrega ulterior del control del Estado a esta población trabajadora.

Esto último nunca llegó a ocurrir y hoy nos preguntamos si fueron cínicos o ingenuos los hombres de hace un siglo al sostener, o pensar, que los millones de trabajadores rurales y urbanos, procedentes de distintas regiones y culturas, podrían ser representados en un gobierno en el que los burócratas no abusasen de su mayor información y control de las instituciones públicas. ¿Hubo algún resultado positivo en las otras metas? La respuesta es algo ambigua. En materia de crecimiento económico, la Unión Soviética (nueva denominación adoptada para el país por la revolución) puso en marcha un gigantesco experimento que fue un régimen de planificación central operado mediante un sistema de comandos. En este no hay mecanismos de mercado (como la oferta y la demanda) que coordinan espontáneamente, sino órdenes que se transmiten piramidalmente desde un poder central: las fábricas deben producir equis cantidad de artículos para ser entregados a tales consumidores, para lo cual se ordena a otras fábricas que las provean de los insumos necesarios.

Diversos pensadores utópicos en Europa del siglo XIX habían soñado con un orden social de ese tipo, que postularon como más racional, eficaz y, sobre todo, más justo que la economía de un mercado carente de regulaciones. La economía debía funcionar como un ejército en campaña, en el que un general toma decisiones en función de un objetivo, que los subalternos deben ejecutar disciplinadamente.

La experiencia soviética demostró que la economía de comandos era eficaz para lo que vino a llamarse la industria pesada: la producción de armamento y de insumos como el acero, el cemento, la electricidad o las sustancias químicas. Entre 1928 y 1970, los planes quinquenales aplicados por el gobierno soviético consiguieron incrementar la producción de acero y electricidad a un ritmo no igualado por ningún país capitalista u occidental. Satélites en el espacio, cohetes de cabeza nuclear, una población enteramente alfabetizada y atletas con el pecho rebosante de medallas olímpicas exhibieron lo que un país era capaz de lograr gracias a un orden social planificado.

La economía de comandos falló en cambio en la industria liviana, a la que no se le prestó la misma atención (su propio nombre transmitía este desdén). Esta industria era la proveedora de bienes de consumo para el uso de los hogares: vajilla, ropa, utensilios domésticos y artefactos para el hogar o el aseo personal.

El célebre economista norteamericano John Galbraith, quien siempre mostró una sana curiosidad por el modelo socialista, escribió después del derrumbe de la Unión Soviética, que en una visita que hizo a Moscú en 1958, en pleno milagro local, le impresionaron las modernas fábricas siderúrgicas y de maquinaria, pero que no concedió la debida atención a lo lento de los ascensores o a la pobre diversidad de la comida en el hotel. Pensó, como muchos intelectuales en esa hora, que esas eran frivolidades de las que uno podía prescindir cuando se trataba de conseguir metas más altas. Pero el obrero que laboraba en esas fábricas modernas no pensaba lo mismo.

Y es que, como el mismo Galbraith razonó a posteriori, la economía de consumo es tremendamente inestable en sus modas y muy sensible a la variedad de diseños, estilos y tamaños. Se mueve a un ritmo que ninguna burocracia centralizada podría seguir. El modelo del mercado autorregulado demostró en este campo una clara superioridad y fue un error del socialismo subestimar la importancia que el hombre de a pie concedía para su bienestar al hecho de contar con una buena hoja de afeitar o un televisor que funcionase por control remoto.

El otro fracaso ocurrió en la producción de alimentos. A un país que había sido el granero de Europa durante siglos y con la extensión de tierras y pastos de la Unión Soviética, lo que menos debía faltarle eran alimentos, pero fue otra de las áreas donde la economía de comandos probó su ineficacia. A pesar de la maquinaria moderna, los koljoses (granjas comunales administradas por el Estado) no alcanzaron la productividad de las parcelas campesinas y la URSS debió importar alimentos (incluso pescado desde el Perú en los años setenta y ochenta) en forma creciente. Aunque habría que decir que en esto el modelo soviético no estuvo solo, ya que el mundo agrario es un sector que la economía de Occidente tampoco ha logrado entender ni manejar cabalmente.

El historiador Eric Hobsbawm anotó que los grandes beneficiarios de la revolución bolchevique fueron, paradójicamente, los obreros de Occidente. Temerosos del avance del comunismo, los gobiernos occidentales estuvieron llanos a conceder mejoras que espantasen al fantasma rojo. Naciones como Corea del Sur, Japón o Alemania también recibieron la ayuda generosa de Occidente cuando pareció que su vecindad con gigantes socialistas podía volverlos víctimas de algún contagio. El colapso de la Unión Soviética en 1991 cambió este escenario.

Los cien años de la revolución bolchevique deberían ser una oportunidad para reflexionar sobre el delicado equilibrio que el desarrollo económico exige entre la planificación y la libertad del mercado.