Cada uno de nosotros tiene un puñado de recuerdos, ligados a un día histórico en nuestras vidas. La ceremonia de nuestra boda, el nacimiento de nuestros hijos, un viaje, nuestra graduación, la muerte de un ser querido, el repertorio de hechos decisivos cambia de acuerdo a cada uno. A todos esos episodios, algunos de nosotros podemos agregar uno nuevo: el día en el que recibimos la primera dosis.
Mi cita programada se realizó un día de esta semana en el Estadio Manuel Bonilla de Miraflores. Gracias al personal de la Municipalidad de Miraflores y al del Ministerio de Salud todo estaba muy bien organizado. Al poco tiempo de llegar pude pasar a un espacio de sillas donde se había formado la cola.
Me siento y miro a las dos personas, algo mayores igual que yo. Una de ellas me dice que su hermana ya se ha vacunado más temprano. Muy pronto una de las orientadoras nos pide que cuando entremos a vacunarnos, tengamos prisa en quitarnos el saco y la camisa para agilizar el proceso. “Yo me quito la ropa con tranquilidad”, me dice la señora a un costado. “Nada de estar calateándome a toda prisa”, y añade: “No voy a dejar que cualquiera me vea el hombro.”
Todo transcurre con orden y rapidez. Sin embargo, cuando está a punto de ser mi turno para la vacunación, se anuncia que las dosis se han terminado. Vendrán otras en camino. Se entiende que sea así pues necesitan estar refrigeradas, lo que solo puede hacerse en el local del Ministerio. Asi, pues, tendremos que esperar un rato más.
La cola es un espejo de quienes somos. Cada país y cada cultura tiene la cola que lo representa. Entre nosotros la cola es un punto de encuentro, un confesionario improvisado entre extraños. La conversación es un bálsamo para la espera. Pensamos que si estamos juntos, será mejor.
No sé cómo he empezado a conversar con la señora que está a mi lado. Me cuenta que tiene dos hijas en el extranjero. Ella vive sola en un apartamento frente al mar. Sin embargo, se las arregla muy bien. Camina cinco kilómetros diarios y tiene una vida ordenada. Tiene una vecina que es muy amiga. Me habla de sus nietos y de su esposo ausente. Mientras esperamos que las vacunas lleguen, siento que su compañía es agradable. En otra parte de la espera, miro en mi teléfono la noticia de la reedición de una novela del siglo XIX: “Las andanzas de un inútil” de Josef von Eichendorff. Su protagonista es un tipo que viaja por el mundo “con ojos de continuo asombro”, lo que sin duda también ocurriría si viviera en el Perú de hoy.
Las orientadoras de la Municipalidad nos piden paciencia para esperar. Me alegro de que estén allí. En algún momento salgo a caminar por el Estadio y desde las graderías puedo ver la cancha de fútbol, que está en obras de reparación. Pienso en el día en el que podremos asistir a los espectáculos deportivos, cuando el juego pueda volver a tener un espacio público.
Las dosis aparecen y el público aplaude. Ha llegado mi turno. A pesar de las veces que debe haberlo repetido, la enfermera no parece cansada al repetirme los datos sobre la dosis. En poco tiempo todo ha terminado. Me dicen que debo esperar veinte minutos. Pero ya es hora de irme. No he perdido el tiempo en la espera. He conversado con gente, he mirado un campo verde y me he familiarizado con una novela. Hay varias ganancias en un día memorable.
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