En 1804 un grupo de médicos limeños organizó la primera campaña de vacunación en la capital. Un brote de viruela aterrorizaba a la población, pero esa vez, a diferencia de anteriores epidemias, los médicos ya sabían que en Europa se aplicaba con éxito la vacuna que E. Jenner terminara de experimentar en 1798.
Jenner, médico inglés, había comprobado científicamente lo que conocían empíricamente los campesinos del condado de Gloucester: quedaban inmunizados contra la viruela aquellos que adquirían de las vacas una leve enfermedad que se parecía a aquella. La llamaban cowpox (viruela vacuna) y el contagio ocurría cuando el fluido de las pústulas de una vaca contaminada entraba en el cuerpo de quien la ordeñaba, a través de alguna herida en las manos. Jenner “vacunó” en 1796 a un niño que sanó tras unos días, y luego le inoculó viruela y demostró que esta no desarrollaba ninguno de sus terribles síntomas.
El método, que era muy simple, se difundió rápido en Europa y Carlos IV dispuso el envío de una expedición médica a cargo del doctor Javier de Balmís, quien junto a otros sabios aplicaría la vacuna en el Nuevo Mundo. El barco llevaba material de vacunación y a “un grupo de niños huérfanos” (sic) en cuyos brazos debía mantenerse vivo el virus del cowpox.
Pero al tener noticia de la expedición, los médicos de Lima, temiendo que la vacuna no llegara a tiempo, encargaron el material a Buenos Aires. Este llegó a Lima en octubre de 1805 y se inició la vacunación de los menores.
El primer y exitoso caso fue el del niño Cecilio Cortez, en quien prendió la vacuna aplicada por el Dr. Pedro Belomo. Fiel a su estilo, Lima celebró este hecho con meses de fiestas. Pero el éxito suscitó, como siempre, la envidia: Belomo fue acusado por el Dr. Devoti de haber aceptado un premio de 500 pesos anuales, apropiándose injustamente de un trabajo grupal. En tanto, el Dr. José Dávalos protestó por el empleo que obtuvo Belomo, reclamándolo para sí e incluso se inició un litigio contra la asignación de 100 pesos a Cecilio Cortez, el vacunado.
Las autoridades necesitaban mantener activo el virus del cowpox corriendo de brazo en brazo para no perderlo, como había sucedido en otros lugares, pero considerando el peligro ya pasado, la población se negó a vacunarse aduciendo que estaba sana. Pero una niña contrajo la viruela y falleció, lo cual alarmó a los limeños que reanudaron las vacunas. Y las mujeres fueron las más interesadas en conservar vivo el virus, por la salud de sus hijos pero, básicamente, por el temor de quedar con el rostro marcado por la enfermedad y ser llamadas “fieras” o “borradas”.
Los médicos españoles llegaron tarde, en medio de las fiestas por la exitosa vacunación peruana. Fueron mal recibidos por una Lima orgullosa de haber logrado sola lo que España mandaba con retraso y, desdeñados, debieron partir antes de lo programado.
Hoy, como entonces, los limeños mantenemos el estilo. Festejamos antes de tiempo, peleamos por el reconocimiento honorífico o pecuniario, exageramos ante el peligro y nos descuidamos al creernos a salvo, confiados en que, al final, entre críticas y pleitos, nos saldrán bien las cosas. Es parte de nuestra personalidad criolla. Ya decimos siempre que Dios es peruano.