¿Vigencia de la lectoescritura?, por Gonzalo Portocarrero
¿Vigencia de la lectoescritura?, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Tengo la impresión de que en el mundo de hoy se escribe cada vez más, pero se lee bastante menos. Muy pocos autores pueden aspirar a tiradas masivas de sus libros y la mayoría tenemos que contentarnos con ediciones muy limitadas. Los textos con un público relativamente amplio son los manuales de autoayuda, las novelas y los libros de gastronomía. Por otro lado, hay públicos de especialistas que siguen lo que se escribe en el campo de las ciencias humanas, el derecho y la divulgación científica. 

Esta situación contrasta con la vigente hace unos 50 años, cuando leer y escribir eran actividades muy prestigiosas, pues se esperaba que los “grandes autores”, sobre todo literatos y filósofos, nos dijeran cómo es el mundo y cuál es la mejor manera de situarnos frente a sus complejos desafíos. 

Esta figura del pensador que guía a un público cautivo está ejemplarmente representada en los franceses Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Autores que objetivaron la manera angustiosa en que se vivió el paulatino deterioro de las certezas antes brindadas por los grandes sistemas ideológicos de inspiración religiosa y política. 

Sartre creyó haber encontrado en el marxismo una interpretación insuperable del mundo, mientras que Camus constató que la sensación de absurdo que nos acosa solo se puede conjurar con propósitos finitos y limitados que introducen un sentido y orden en la contingencia sin garantías que es la vida. 

La expectativa de que un “gran autor” pueda decirnos algo, que nos encamine a un destino, se ha debilitado mucho. Esta expectativa tiene sus raíces en la lectura de la Biblia como la “escritura sagrada” que nos instruye sobre lo que tenemos que sentir, pensar y hacer para lograr la serenidad en este mundo y la salvación en el próximo. El retroceso de la lectura resulta de la desilusión en torno a que alguien pueda enseñarnos  cómo vivir mejor. 

Por otro lado, la escritura compite difícilmente con el lenguaje audiovisual, con el cine y la televisión, que suelen requerir menos esfuerzo y resultan más entretenidos. La lectura, en cambio, demanda concentración y, sobre todo, la existencia de una certeza en torno a que lo fácil y divertido no es lo único que merece la pena. 

Por el contrario, la reflexividad a que nos convoca la lectoescritura es el germen del desarrollo de la autoría, entendida como el ensamblaje y despliegue de una perspectiva personal que nos permite objetivar nuestras inquietudes de manera más precisa, y saber así quiénes somos y dónde estamos. Entonces, sigue vigente la promesa de la lectoescritura: ayudarnos a construir un camino de vida, desarrollar un deseo más afín a la potencia de nuestras particularidades. 

No se me escapa que simplifico y exagero. No toda escritura invita al pensamiento, ni, tampoco, todo producto audiovisual es sinónimo de banalidad, pero, de todas maneras, hay un núcleo de verdad en subrayar el potencial crítico de la lectoescritura y el encanto anestesiante de lo audiovisual. 

Como vivimos en un tiempo hostil al pensamiento, que desalienta la imaginación y devalúa la reflexividad, entonces a los cultores de la lectoescritura solo nos queda insistir en perfeccionar nuestro arte. Escribir mejor sobre los temas que más conciernen a la gente. Lograr esclarecimientos más profundos en un lenguaje depurado de toda complicación innecesaria. El reto es ir construyendo un público que pueda ser, cada vez más, autor y dueño de su vida. 

Todo lo dicho es controversial y debatible. Lo que está en discusión es la idea de que se puede estar mejor a través de un ejercicio del pensamiento. Para muchos, pensar no sirve para nada que no sea ganarse por gusto un dolor de cabeza. Entonces, la lucha por crear hábitos de lectura, y el esfuerzo por conseguir que la gente pueda objetivar sus sufrimientos y alegrías, mediante la escritura, sería una empresa estéril, sin futuro, ni fundamentos. Solo explicable por el conservadurismo de quienes se apegan a lo que ha perdido su razón de ser.

La confrontación de ideas en torno al significado de la lectoescritura se da todos los días. Y casi de más está decir que milito entre quienes defienden la lectoescritura por la reflexividad que aporta para hacer realidad el “desarrollo humano”; idea que implica una actualización de los ideales humanistas, pues se trata de poner a la felicidad de las criaturas humanas en el centro mismo de la vida social.