Patricia del Río

A lo vimos desde los primeros días del ataque de Rusia a Ucrania haciéndose cargo de la situación. Y “haciéndose cargo” en un caso tan dramático como el que atraviesa su país son palabras mayores. ¿De dónde ha sacado un actor de televisión tanta destreza para hacerle frente al gigante de Vladimir Putin? Claramente no de su superioridad militar ni de sus conocimientos de guerra. El carismático ucraniano ha superado su falta de experiencia con actitud, con una dosis extraordinaria del ingrediente que debe de tener todo líder: compromiso con el otro. Por eso, los jóvenes y adultos ucranianos se quedan a pelear con él una guerra probablemente perdida. Porque al sacrificio se le responde con sacrificio.

No importa el tamaño del problema, ahí donde hay alguien dispuesto a proteger y cuidar de los suyos se respira orgullo, se experimenta reciprocidad. Ante la ausencia de liderazgos, en cambio, cada uno tiene que velar por sí mismo y la desconfianza cunde y el caos suele apoderarse de la comunidad. En la novela “El señor de las moscas” de William Golding, los niños que naufragan solos en una isla terminan despedazándose como salvajes ante la imposibilidad de establecer lazos sociales y normas comunes de supervivencia.

En estas últimas semanas es inevitable sentir que hemos vuelto de una patada al caos apabullante de los ochenta: colas para trámites, huelga de transportes, alza de precios se han instalado en nuestro día a día al punto de que ya ni siquiera nos sorprenden. No nos levantamos pensando cuándo mejorarán las cosas, sino hasta dónde empeorarán. Asistimos al retroceso de un país que con esfuerzo titánico de sus ciudadanos salió de años de crisis económica y de guerra contra el terrorismo.

Solemos adjudicar tanto caos a la incapacidad del presidente que insiste en presentarse como un pobre campesino al que hay que perdonarle su felonía porque viene del Perú profundo. Sin embargo, si uno observa la cantidad de zelenskis que ha habido en el mundo, a los que el azar los colocó frente a situaciones que nunca se imaginaron que tendrían que manejar; constata que no siempre es un tema de habilidades, sino de voluntad. Pedro Castillo está haciendo uno de los peores de nuestra historia no porque sea un incapaz, sino porque no le da la gana de hacerlo bien. Solo esa falta de voluntad explica su insistencia en llamar a los peores cuadros para manejar los sectores de Salud, Educación y la seguridad ciudadana de los peruanos cuando pudo convocar, en su momento, gente trabajadora y honesta.

Esta desatención, esta falta de compromiso producen distintos resultados que ya estamos viendo. Por un lado, los ciudadanos que apedrearon la casa de la jueza que le dio nueve meses de prisión preventiva a la bestia que violó a la niña en Chiclayo sienten que si no aplican el castigo ellos mismos nadie lo hará. Arreglan los conflictos de la manera que les parece, al margen de cualquier autoridad que perciben débil o inexistente. Por otro lado, los transportistas informales o los operadores de vuelo chantajean al Gobierno para que escuche sus demandas a sabiendas de que a ningún ministro, mucho menos al presidente, les importará un rábano si le revientan la vida a quien necesita hacer uso de su libertad de circulación.

Cuando la gente se siente segura y protegida por sus líderes, la reacción natural es la de confiar y cooperar como ocurre con los cansados hombres de Zelenski. Cuando sienten que los han dejado a la deriva se descuartizan entre ellos como única opción de supervivencia, como los niños del “El señor de las moscas”.

Los que leyeron la novela de Golding recordarán que los chiquillos terminan “gobernados” por una cabeza de chancho en estado de putrefacción. Como para tenerlo en cuenta.