Nunca hubo, a decir verdad, muchas expectativas sobre el gobierno de Dina Boluarte. Su trayectoria profesional no era destacable. Su experiencia política, pobre. Su rol en el Caso Los Dinámicos del Centro nunca quedó del todo claro. Y es, vale recordar, el tipo de persona que accede a integrar una plancha presidencial con Vladimir Cerrón y Pedro Castillo bajo el radical plan de gobierno del primero, y luego a participar activamente de todos los gabinetes del segundo. Y, sin embargo, luego de la desastrosa gestión de Castillo, la sucesión constitucional ordenaba que debía ser ella quien tomase las riendas del Perú, por lo que no quedaba sino confiar en que su administración lograse mantener un país estable –iniciando procesos de recuperación institucional y económica– hasta completar el período presidencial.
En más de un sentido, no obstante, el gobierno de Dina Boluarte se siente como una mera continuidad del de su predecesor. Es cierto que sus elecciones de miembros de Gabinete son mejores, y que la visión del Estado Peruano como botín personal del presidente y de sus allegados es menos prevalente, pero las imágenes de ambas gestiones empiezan a fundirse entre ellas.
Quizá la marca más notoria es la incapacidad de quien representa a la nación de explicar las acusaciones que se encaraman –una semana sí y otra también– sobre ellos. Boluarte, al igual que Castillo, ha preferido el silencio. En lugar de razones, ha colocado a un vocero oficial, Fredy Hinojosa (saltándose, en el camino, a su propio titular de la Presidencia del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, sobre quien debería recaer tal función). Los presuntos delitos por explicar incluyen el uso de la fuerza del Ejecutivo para entorpecer investigaciones que tocan directamente a la presidencia o a su círculo más íntimo. Encubrimientos de cuñada o de hermano cuentan igual.
El desplome de la popularidad de la presidenta Boluarte tiene varios factores (con 7% de aprobación en abril, ostenta la cifra más baja para un presidente en 20 años), y uno de ellos es la repetición del libreto de víctima que heredó de Castillo. La experiencia previa no sirvió para aprender de los errores, sino para repetirlos. De hecho, por lo menos frente a la opinión pública, Boluarte parece haber abdicado ya a la posibilidad de redimirse: de ahí su negativa a cualquier entrevista y su selección de un vocero que le evita la impertinencia de preguntas incómodas. La legitimidad que podía haber ganado por simplemente suceder a un gobernante como Castillo la ha dilapidado. El daño que con esto le hace Boluarte al resto de su equipo y a sus proyecciones de política pública es incalculable.
Boluarte, al fin y al cabo, es la continuación del gobierno de Perú Libre. Ninguna alianza implícita o explícita con el Congreso o con otras fuerzas políticas podrá cambiar ese hecho. Las elecciones tienen consecuencias, y estas se reflejan hoy en la turbiedad de los dos gobiernos sucesivos, en el incremento de la pobreza y en la perversión de los sistemas institucionales. El país que nos dejará Perú Libre en el 2026 será uno aún más débil que aquel que encontró tres años atrás.