Hace dos días, el Congreso aprobó una ley que permitirá que 14.000 docentes nombrados interinamente se incorporen a la carrera pública magisterial. Lo hizo, además, reproduciendo una fórmula de la que ha echado mano varias veces en lo que va del año cuando le ha tocado revisar iniciativas igual de polémicas: exonerándola de segunda votación, frustrando que regrese a comisiones para ser mejor estudiada y confiando en que su aprobación pasaría desapercibida por la coyuntura (antes, votando durante la madrugada; y ahora, mientras nuestra selección de fútbol disputaba su partido por Eliminatorias contra Paraguay).
Para entender de qué va el asunto, es necesario explicar brevemente el contexto. Según ha señalado el propio Ministerio de Educación (Minedu), entre 1984 y el 2007 los docentes solo necesitaban sacar su título pedagógico para pasar a formar parte de la carrera pública magisterial. Sin embargo, en el 2014 –y en el marco de la Ley de la Reforma Magisterial del 2012– el ministerio decidió convocar una evaluación excepcional para que los maestros que no habían logrado titularse pudiesen ingresar a la carrera pública si lograban demostrar que habían adquirido las capacidades necesarias. De los más de 14.000 profesores llamados a rendir el examen, se presentaron algo más de 5.000. Y, de estos últimos, apenas 546 lograron la calificación requerida. Así, los profesores sin título y aquellos que no lograron pasar la evaluación –porque no la dieron o porque no lograron el resultado suficiente– fueron cesados mediante una resolución del Minedu en el 2014 (una decisión que fue respaldada posteriormente tanto por el Poder Judicial como por el Tribunal Constitucional).
El jueves, no obstante, el Congreso ignoró todo lo anterior y ordenó que se incorporen a la carrera pública magisterial los docentes cesados en el 2014. Y aunque delimitó algunos requisitos para esta (como el de “poseer título de profesor o de licenciado en Educación”), es inadmisible que la inserción se lleve a cabo sin ninguna evaluación de por medio. Ello equivale a decirles a todos esos profesores que se esforzaron en el 2014 para dar un buen examen (una minoría, es verdad, pero no por ello inexistente) que su esmero fue inútil porque, de todas formas, el Congreso los iba a terminar dando por “aprobados”. A los cientos de miles de docentes que hoy forman parte de la carrera pública cumpliendo con todos los requisitos solicitados, que existen trampolines políticos que son más efectivos que el esfuerzo propio. Y al alumnado y a la ciudadanía en general, que la meritocracia no les importa en absoluto.
Es justo mencionar que hubo un puñado de congresistas –dos de Fuerza Popular y seis del Partido Morado– que votaron contra este despropósito. También que el dictamen que avaló semejante exabrupto fue elaborado por la Comisión de Educación del Congreso anterior. Estas dos circunstancias, sin embargo, no atenúan un ápice la imagen que ha dejado esta representación nacional: la de haber ido, nuevamente, contra la meritocracia en el sector educativo, como hicieron hace unos meses al tratar de menoscabar a la Sunedu.
Varias voces han fustigado duramente al Parlamento por esta medida (desde la exministra de Educación Flor Pablo hasta el educador Paul Neira y el titular de la Dirección Técnica Normativa de Docentes, Carlos Silva). Una de las más conocidas ha sido la del presidente del Consejo de Ministros, Walter Martos, que la calificó ayer como “un gran retroceso en la ley de la carrera magisterial”.
Cabe esperar, en consecuencia, que el Ejecutivo observe esta norma cuando le sea remitida. Y que la ciudadanía, por su parte, no olvide a los partidos políticos que han demostrado que su prioridad está en cualquier parte menos en donde debería estar: el alumno.
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