Por quitarles derechos laborales a los jóvenes, ayer una casi unanimidad de las bancadas reunidas en el Congreso optó por derogar la ‘ley pulpín’. Importó poco que, en la práctica, el 82,4% de los jóvenes en edad de ser afectados por el régimen de la norma trabaje en la informalidad y no tenga, por tanto, ninguna clase de derecho laboral. Importó poco, esto es, cuando se fueron sumando las marchas y, uno a uno, se fueron volteando los partidos y los políticos que en un primer momento la habían apoyado entusiastamente fuera del Congreso y dentro de él.
Resultó ser la nieve lo que había hecho que el señor Pedro Pablo Kuczynski no solo apoyase en un inicio la norma, sino que incluso pidiese que se ampliase el rango de edad al que se aplicaría. Y el señor Alan García –que, por solo citar un ejemplo, en su gobierno implementó el contrato administrativo de servicios (CAS), que claramente flexibilizó los derechos laborales para cientos de miles de empleados estatales– empezó a hablar de un gobierno “enemigo de los jóvenes”. Y el señor Alejandro Toledo, quien promulgó durante su gobierno la ley mype, que también redujo los beneficios que tienen los trabajadores que laboran en estas empresas, empezó a rechazar a viva voz la “política del joven barato”. Y Fuerza Popular y Solidaridad Nacional dieron también su giro de 180 grados ni bien empezó a cantar el gallo de las protestas.
Pocas veces se ha visto un espectáculo más evidente de partidos sin espina dorsal. Por mucho que los políticos tiendan al oportunismo acá y en China, tienden también a encontrar necesario el disimularlo. No esta vez.
Desde luego, el gobierno puso lo suyo para que caiga derrotada esta reforma que, aunque insuficiente, significaba un valiente paso en la dirección correcta en el que, sin duda, es uno de los mayores obstáculos que tiene nuestra economía: el que tengamos uno de los 20 regímenes laborales más gravosos del mundo.
La primera metida de pata vino desde el comienzo: no se intentó hacer una campaña en favor de la ley, que la explicase, que pusiese en evidencia la hipocresía de quienes hablan de la “inviolabilidad” de estos derechos cuando de hecho no existen para la mayoría de los peruanos, siendo solo el privilegio de los que trabajan en las empresas de mayor tamaño (en las que suele agotarse el espectro de la formalidad).
Tampoco mejoró la cosa cuando, al comenzar el ruido en las calles, el gobierno optase por patear el asunto para adelante, esperando que simplemente la oposición pasara, en lugar de plantear una efectiva campaña de comunicación que tomase al toro por las astas y al menos lograse dejar sobre la cancha algunas ideas básicas sobre inversión, empleo y productividad.
Finalmente, no fueron de ayuda los a menudo insólitos ataques con los que el presidente y varios ministros polarizaron el clima político, en lugar de buscar tender puentes y generar algún consenso con la oposición. Una innecesaria torpeza que, por lo demás, también ha salido a relucir muchas veces en el trato que el gobierno da a su propia bancada y que, habiendo tenido el costo de ir desmembrando a esta progresivamente, hizo aun más difícil que el presidente pudiese defender esta ley en el Congreso (solo desde el episodio de la elección por imposición desde Palacio de Ana María Solórzano como presidenta del Parlamento hasta la renuncia de Sergio Tejada este domingo, la bancada oficialista ha perdido 13 congresistas).
Así fue como murió esta ley, que iba a hacer menos gravosa la formalidad en un país donde el 68,7% de la población está empleada informalmente y que, sin embargo, fue combatida por atentar contra derechos humanos y servir a la Confiep. Al lado de su cadáver no queda más que la victoria mentirosa de una serie de derechos que permanecerán humanos y universales solo en el papel, para contento y satisfacción de quienes no quieren incomodarse en ver lo que ocurre más allá de él.