Como en otras oportunidades, los aspirantes a ganar la presidencia en los comicios de este año constituyen una pequeña legión. Si bien la inscripción oficial se cierra todavía en unos días, ya hay 18 organizaciones políticas habilitadas para participar en la competencia y dos más esperan completar el trámite antes de que venza el plazo, con lo que podríamos acabar con 20 candidatos a ser los nuevos inquilinos de Palacio a partir del próximo 28 de julio.
En la medida en que representan a partidos, alianzas u opciones ideológicas conocidas en el espectro político nacional, algunos de ellos eran desde hace tiempo lo que podríamos llamar postulantes previsibles. Pero hay también otros que parecen estar cumpliendo esencialmente un capricho al lanzarse a la competencia, pues, de acuerdo con las encuestas, la ciudadanía no los conoce o prefiere no recordarlos, y sus posibilidades de llegar al poder lucen verdaderamente remotas.
En palabras del ex jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y experto en temas electorales Fernando Tuesta Soldevilla, daría la impresión de que varios de ellos “se han tomado muy a pecho aquello [de] que todos tienen derecho a elegir y ser elegidos”.
Así, ex ministros o viceministros, ex alcaldes, viejos conductores de programas radiales o de televisión y líderes de partidos extintos se han colocado efectivamente en el partidor al lado de los aspirantes que cuentan ya con algún contingente electoral y, por lo menos en estos momentos iniciales de la campaña, se muestran tan optimistas como aquellos. “Yo me guío por el respaldo que recojo en las calles” o “la verdadera encuesta es el 10 de abril”, argumentan impasibles. Y luego, como habitantes de un universo paralelo que hubieran sido repentinamente trasladados al nuestro, anuncian su inminente paso a la segunda vuelta.
¿Qué los anima? ¿Han perdido perspectiva? ¿Saben algo que nosotros ignoramos?
La respuesta a estas interrogantes es diversa. Por un lado, puede haber en ellos ciertamente una motivación distinta a la de ganar la presidencia, como, por ejemplo, la afirmación de un credo doctrinario, la voluntad de servir de locomotora a una lista parlamentaria de escasa notoriedad, o el mero afán de una gratificación de la autoestima a través de la exposición que una campaña supone. Y por otro, es innegable que la apetencia de poder distorsiona la percepción de la realidad en muchas personas, por más ilustradas o competentes que sean.
Pero, por encima de todo, se diría que existe en ellos la esperanza de que un vuelco de la fortuna los convierta a última hora en la carta de los millones de peruanos que suelen valerse de las elecciones para expresar su desencanto con el sistema de representación y la política en general, y así se vean empujados a Palacio por un electorado que a duras penas los conoce.
Ha sucedido antes –el caso de Alberto Fujimori es el más ostensible, pero no el único– y puede volver a suceder. Y en ese sentido –podría razonar cualquiera de esos candidatos hoy cuasi anónimos– no es completamente descabellado tentar la suerte. Total, la experiencia demuestra que no hace falta tener realmente un programa o una institución partidaria; solamente, estar en el lugar correcto en el momento correcto. O, lo que es igual, poseer el boleto premiado al momento del sorteo.
Y en un sorteo en el que intervienen solo veinte concursantes, las posibilidades de tener el ticket ganador en la mano son mucho más altas que en cualquier lotería. Estamos, pues, ante toda una nueva manera de entender la idea del ‘ánfora electoral’.
Por eso, como bien sabemos los peruanos, ganar las elecciones en nuestro país y gobernarlo adecuadamente son tareas muy distintas, que, así como están planteadas las cosas, requieren habilidades prácticamente excluyentes. Y si bien alentar la falta de institucionalidad a través del voto azaroso del que venimos hablando puede resultar atractivo como un ejercicio de desfleme frente a una situación largamente insatisfactoria, no se debe perder de vista que, al mismo tiempo, ha garantizado siempre una nueva acumulación de flema por cinco años.