Naturalmente, ahora que la principal preocupación del gobierno es –con buena razón– revertir la desaceleración económica, el tema de la reforma tributaria no podía estar al margen. Después de todo, somos un país donde, según el Banco Mundial, el 65% de las empresas son informales –mientras una minoría de ellas, formada básicamente por las grandes y medianas empresas, subvenciona todo el peso del Estado–. Un nivel de informalidad que no debe sorprender cuando se considera que, pese a que seguimos siendo una economía pequeña, cobramos un impuesto a la renta empresarial que está 10 puntos porcentuales por encima del promedio de los 34 países más desarrollados del mundo (reunidos en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE).
El ministro Luis Miguel Castilla, sin embargo, no ha querido ir muy a fondo en este tema. “A veces, por ser demasiado audaces –ha explicado– podemos introducir elementos de incertidumbre y los inversionistas quieren reglas claras que les permitan reanimar sus expectativas e invertir”. El problema, sin embargo, es que su gobierno ya fue audaz antes –en el 2012– en el tema tributario. Y lo fue, justamente, para introducir “elementos de incertidumbre” y en general encarecer los costos que tiene el –reducido– sector formal para hacer negocios en el Perú. Así, si el Gobierno no quiere ser más audaz y darnos una reforma impositiva real que permita ampliar la base tributaria y hacer que el Estado deje de ser algo que solo financia una minoría, que al menos sea audaz para sacar la pata que sí fue intrépido para meter.
Nos referimos, principalmente, a dos de las medidas que protagonizaron la aludida reforma tributaria del 2012. La primera es la famosa norma antielusiva general. Un dispositivo que daba poderes discrecionales a cualquier fiscalizador de la Sunat para determinar cuándo un contribuyente había realizado algún acto para evitar el pago de impuestos, con los consiguientes poderes para cobrárselos y sancionarlo. En los hechos, esta norma equivalía a que la ley tributaria fuese ahora hecha, para los diferentes casos concretos, por el funcionario de la Sunat que los estuviera viendo. Esta norma, claramente generaba inestabilidad jurídica, pues, a diferencia de la evasión tributaria, los contribuyentes no realizan ningún acto ilegal.
Como parte del paquete reactivador de julio se suspendió –en lugar de derogarse– esta norma, a la espera de un reglamento que la detalle. Con lo que se ha prolongado aún más la incertidumbre de cómo se aplicará esta norma. Esto de “reactivador” no tiene nada.
La segunda de las aludidas medidas estableció un “novedoso” régimen para que a los contribuyentes que reclamasen ante el Poder Judicial un impuesto que consideren injusto este no les fuese cobrado por la Sunat hasta que un juez resolviese imparcialmente la controversia. El detalle de la “innovadora” disposición estaba en que esta obligaba a que el juez solicite a los contribuyentes que depositasen la totalidad del monto reclamado “en garantía” hasta el fin del proceso judicial. De ahí a pagar el impuesto discutido y no reclamar no hay tanta diferencia para el contribuyente, considerando los tiempos y la impredictibildad de nuestro Poder Judicial.
Ante esta situación, el Ejecutivo en su plan “reactivador” decidió también modificar la norma. Como resultado de ello, se determinó que ya no se garantice la totalidad de la deuda, sino una igualmente arbitraria sexta parte. Recordemos, además, que muchas veces estamos hablando de montos millonarios, por lo que no se podrá decir que son “pequeños” sacrificios.
La reforma del 2012 privilegió desmesuradamente los objetivos de la Sunat y, en lugar de contribuir a ampliar la base tributaria –lo que debería de ser el objetivo principal de nuestra política en este tema– incrementó la presión tributaria y la incertidumbre a los mismos pagadores de siempre, complicando en el camino la eventual formalización de los demás. Como hemos dicho, al menos para corregir estos errores el Gobierno debería de mostrar la misma audacia que desplegó al momento de cometerlos.