La primera legislatura de este año ha culminado y, como se sabe, antes de iniciar la segunda, el Congreso debe renovar su Mesa Directiva. Desde el gobierno y la oposición se barajan ya distintas candidaturas, y las especulaciones sobre las consecuencias del triunfo de un sector u otro concitan la atención de los medios y la opinión pública.
El nacionalismo es consciente de que no las tiene todas consigo, pues si el año pasado consiguió ganar solo en un segundo sufragio y por una angustiosa ventaja de dos votos, esta vez el trance le resultará aún más complicado. Recordemos que, desde entonces, las deserciones abiertas o embozadas al interior de sus filas han continuado y que sus aliados de oficio no lucen ya tan entusiasmados por compartir responsabilidades políticas con ellos. Ni siquiera la remota posibilidad de que Marisol Espinoza –que, por su independencia, cuenta con el respeto de buena parte de la representación nacional– aceptase ser la candidata del oficialismo les aseguraría la victoria.
Mientras tanto, por el lado de la oposición, la anunciada postulación de Luis Iberico cuenta ya con el respaldo de las bancadas de Concertación Parlamentaria, Fuerza Popular y APP. Y desde Acción Popular se habla de una posible tercera lista, encabezada por Víctor Andrés García Belaunde. La bancada de Dignidad y Democracia, por su parte, aunque no ha adelantado por quién se inclinará, ha dejado en claro que no lo hará por el gobierno.
Así las cosas, las probabilidades de que el oficialismo pierda las riendas del Congreso a partir de julio son bastante elevadas, por lo que es pertinente preguntarse si tal circunstancia es riesgosa o positiva para la democracia del país.
Desde la perspectiva del humalismo, por supuesto, semejante escenario es presentado como indeseable. Parlamentarios muy identificados con Palacio, como Teófilo Gamarra o Josué Gutiérrez, han hablado de la necesidad de una “buena coordinación” entre el Legislativo y el Ejecutivo, y hasta de la eventual existencia de un “interés de desestabilización y de poner en jaque al gobierno” que podría ahuyentar las inversiones.
Pero tales prioridades y alarmas son a todas luces exageradas. Si bien hace casi cincuenta años, el hecho de que el Congreso estuviese conducido por la coalición opositora del Apra y el odriismo supuso para el gobierno del presidente Fernando Belaunde un serio problema que algunos vieron como la causa directa del infausto golpe militar del 3 de octubre de 1968, en el pasado reciente hemos tenido una experiencia de signo contrario.
En el 2004, efectivamente, cuando se iniciaba el cuarto año de gobierno del presidente Alejandro Toledo, Ántero Flores-Aráoz –entonces legislador del Partido Popular Cristiano– llegó a la presidencia del Parlamento al frente de una Mesa Directiva netamente opositora, y su gestión no produjo crisis alguna. Por el contrario, en medio de la crisis de descrédito que vivía en ese momento la administración de Perú Posible, la responsabilidad compartida representó para ella, en muchas ocasiones, un bálsamo.
De la misma manera, en un contexto como el actual, en el que los principales personajes del humalismo son objeto de acusaciones de diverso calibre y su aprobación se ha desmoronado a niveles inéditos, una Mesa Directiva opositora podría significar un alivio.
Por un lado, acabaría con las suspicacias que existen en torno a las largonas que se les da a determinados temas incómodos para el oficialismo –como los informes de la Comisión López Meneses o los de la Comisión de Inteligencia sobre los ‘reglajes’ de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI) a políticos y empresarios– en la agenda del pleno. Y, por otro, obligaría a las bancadas que se ubican en la orilla políticamente contraria a colaborar en sacar adelante las iniciativas sobre crecimiento económico, seguridad y demás materias que la población considera en estos momentos de urgente atención, pues no hacerlo afectaría sus expectativas electorales para el 2016.
Pero, por encima de todo, permitiría una vigilancia mutua y un equilibrio entre poderes que, pese a ser una de las bases sobre las que descansa el orden constitucional desde hace más de dos siglos, lamentablemente es infrecuente en nuestra democracia.