Más seguido de lo que desearíamos, diversos proyectos de ley hacen su entrada silenciosa por los pasillos del Congreso de la República. Y, cuando son descubiertos, muchos de ellos evidencian lo alejado de la realidad que se encuentran quienes los suscriben. Este es el caso de una iniciativa presentada la semana pasada por Solidaridad Nacional que, sumándose a otra presentada este año por Gana Perú, propone obligar a cientos de miles de peruanos a tener que ser miembros de un colegio profesional (institución creada por ley) para poder ejercer su carrera.
De aprobarse esta idea, sociólogos, médicos, relacionistas públicos, periodistas e inclusive licenciados en turismo serán parte de una larga lista de profesionales que, antes de poder ofrecer sus servicios, deberán pasar por la traba de la colegiatura. Y decimos traba porque, al permitir que cada colegio restrinja quién entra y quién no a su mercado, se estará creando un monopolio que podrá mantener fuera a toda persona que no cuente con su venia. Dice mucho que esto sea reminiscente de las proteccionistas regulaciones que desde el medievo (y hasta finales del siglo XVIII y comienzos del XIX) otorgaban un trato privilegiado a los gremios al impedir el ingreso de nuevos competidores que les quitarían clientes.
La justificación de ambos proyectos sería permitir que quienes contraten a un profesional tengan un buen servicio garantizado de antemano. Sin embargo, pensar que los colegios profesionales serían verdaderos garantes de la calidad para el ejercicio de determinadas profesiones es, por decir lo menos, ingenuo. La calidad de un trabajo nunca va a estar garantizada por una colegiatura ni tampoco por un título a nombre de la nación (pese al valor que este último pueda aportar); la calidad queda demostrada con el propio trabajo que uno realiza.
No es necesario detenernos aquí solo en la teoría. Los colegios profesionales que hoy existen en nuestro país no son garantía de absolutamente nada. ¿Alguien podría decir que se siente, por ejemplo, confiado en contratar a una persona para supervisar la construcción de su casa únicamente porque este sea miembro del Colegio de Ingenieros? ¿No es acaso lo principal conocer de antemano su trayectoria profesional y sus trabajos anteriores? Detenernos en los colegios que ya existen, por otro lado, nos permite percatarnos de otro problema de establecer estos monopolios legales: estas instituciones pueden fijar las tarifas y los requisitos que quieran para el ejercicio de la profesión. Hoy en día, por ejemplo, para ser miembro del Colegio de Abogados de Lima se necesita, entre otras cosas, pagar una cuota de alrededor de S/.1.500 solo por concepto de inscripción.
Ahora bien, quizá el efecto más claro que traería consigo imponer el requisito de la colegiatura es impedir que muchas personas capaces puedan ofrecer sus servicios. Con esta lógica, nadie hubiera podido contratar a Jorge Basadre (quien no contó con un título en historia y menos con una colegiatura) para un trabajo como historiador. Y cuidado que esto también imposibilitaría lo que hoy es un fenómeno, además de frecuente, muchas veces enriquecedor: el ejercicio de una carrera diferente a la estudiada. ¿Acaso no existen en nuestro país muchos, digamos, economistas que se dedican exitosamente a la administración de empresas? La prohibición, dicho sea de paso, no solo perjudicaría a los propios profesionales, sino también a los empleadores y a la sociedad entera, que se vería privada de talento.
Sostener, por otro lado, que la colegiatura es importante porque estas instituciones fungen como la voz oficial en temas de interés público, no es otra cosa que pretender extender el ya mencionado monopolio al ámbito de las ideas. Se trata pues de un error considerar que las personas, únicamente por compartir la misma profesión, tendrán las mismas opiniones en lo que toca a los problemas de la realidad nacional. De hecho, mientras haya buenos politólogos, psicólogos y, por dar solo un ejemplo más, matemáticos, habrá en ellos no una sino infinidad de posturas y matices.
Al obligar a los profesionales a ser miembros de estos colegios, se los estaría forzando a participar en instituciones que únicamente sirven, en fin, para lucir medallas y para asegurar rentas y poder a quienes los manejan. Y no es esta una buena razón para obligar a todos los graduados de una profesión determinada a pagar por su ejercicio, ni para negarles a quienes no lo son su derecho al talento y la autodidaxia (y al público en general, su libertad de contratar a quien le venga en gana).