En una entrevista publicada ayer en “Día 1″, suplemento económico de este Diario, el presidente del Instituto Peruano de Economía (IPE), Miguel Palomino, afirmó: “Lo malo que hizo [el expresidente] Castillo casi no hemos empezado a pagarlo”. Por la procedencia profesional de quien la pronunció, la frase hace pensar inmediatamente en el costo económico de la gestión que padecimos hasta hace pocas semanas, pero en realidad tiene una dimensión también institucional y hasta moral.
Cualquier ciudadano atento a las denuncias de corrupción y designación de personas sin las competencias adecuadas en el Ejecutivo que la prensa difundió durante los 16 meses de gobierno del ahora inquilino del penal de Barbadillo sabía que se estaba produciendo un sostenido asalto a la estructura del Estado y al erario nacional. Pero solo ahora, con los destapes que suponen, por ejemplo, las medidas adoptadas recientemente por el Ministerio Público con respecto a los casos de los ascensos irregulares en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú (PNP), empezamos a conocer el problema a cabalidad.
La fiscalía, en efecto, intervino ayer la casa y la oficina del exministro de Defensa Walter Ayala, y detuvo a seis oficiales de la PNP (otros dos están con orden de captura, pero todavía no han sido ubicados) en el contexto de las mentadas investigaciones, y en la misma fecha nos hemos enterado de la recomendación de la Contraloría General de la República de denunciar penalmente al extitular de la Producción Jorge Prado Palomino por “acto de nepotismo” (de acuerdo con un informe de la entidad, habría tenido injerencia directa en la contratación de un sobrino suyo en la Dirección General de Desarrollo Empresarial de ese ministerio). Asimismo, hemos conocido de la destitución de 312 subprefectos distritales en 23 regiones, vinculados en muchos casos con el azuzamiento de la población que acarreó la semana pasada manifestaciones violentas en buena parte del territorio nacional. Una decisión que viene a redondear la de remover a todos los prefectos del país, adoptada días atrás.
De otro lado, un informe de la Unidad de Investigación de este Diario ha reportado también la preocupante persistencia de ciertos funcionarios nombrados durante la gestión del exmandatario en puestos claves de su administración, como la Casa Militar de Palacio de Gobierno, los ministerios de Energía y Minas o Vivienda, y la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios: sectores en los que se manejan significativos presupuestos públicos o que albergan, según la fiscalía, redes de corrupción dirigidas en su momento por el exgobernante.
En suma, un cuadro escandaloso que se va desvelando día a día y que, al parecer, está lejos todavía de mostrar su forma completa. Durante la gestión de Pedro Castillo hubo ciertamente una descomposición dirigida desde las más altas esferas del poder, pero también carta blanca para que en las divisiones inferiores cada uno actuara según su conveniencia. El resultado, como decíamos, es un daño institucional que tardaremos años y hasta lustros en reparar. Pero, como es obvio, mientras más demoremos en iniciar la tarea, más largo será el proceso de recuperación.
No ayuda, desde luego, intentar negar los ribetes lumpenescos o directamente delictivos de lo sucedido entre el 28 de julio del 2021 y el 7 de diciembre de este año, tal y como hacen, por ejemplo, quienes pretenden disfrazar el golpe de Estado ocurrido ese día mediante teorías abstrusas sobre conspiraciones internacionales o voluntades aviesas, pero no consumadas. Esas voces, no nos distraigamos, son cómplices del asalto al que antes hacíamos referencia.
Lo que hemos vivido ha sido una de las peores pesadillas posibles. Es decir, una que se volvió realidad. Y lo que corresponde ahora es desmontarla con prisa y sin pausa. Ojalá el gobierno de Dina Boluarte lo tenga claro.