En estos días, el presidente Kuczynski acaba de culminar una ronda de diálogos con los representantes de las distintas fuerzas políticas presentes en el Parlamento: una práctica siempre positiva en toda democracia civilizada. En la actual coyuntura, además, la reunión con la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, había devenido indispensable, pues la mayoría que la bancada de su partido ostenta en el Congreso determinaba que la creciente hostilidad entre esta y el oficialismo se tradujera en un conflicto general entre el Ejecutivo y el Legislativo. Ello, sin perjuicio de las recientes provocaciones del presidente, que ameritan un comentario aparte.
El resto de reuniones, sin embargo, sin ser negativas, ya no parecían tener una utilidad tan clara; máxime cuando el mandatario se había dado cita con esas mismas organizaciones cinco meses atrás, durante el período en el que ya había sido elegido pero todavía no había asumido el poder. El tiempo transcurrido entre esos primeros diálogos y los recientes, después de todo, era muy corto como para pretender que lo que se buscaba era hacer una evaluación de lo avanzado en las inquietudes compartidas.
En realidad, el problema que el Gobierno enfrentaba era un bloqueo político que le estaba impidiendo desarrollar las reformas a las que se comprometió, y lo que le hacía falta era superarlo para continuar con su proyecto original. Ese era el sentido fundamental de la cita con la lideresa fujimorista y no el de recoger propuestas para incorporarlas en su plan de acción. Pero los encuentros subsiguientes con los representantes de las otras bancadas difuminan ese propósito, porque han consistido, precisamente, en variantes de esto último.
Por imprescindible que resulte para la convivencia en democracia, el diálogo no es un plan de gobierno y, sin embargo, las administraciones que de pronto se quedan sin ideas y sin oxígeno político frecuentemente tratan de hacerlo pasar por eso mismo. Lo vimos, por ejemplo, durante el quinquenio pasado, cuando tras dos coyunturas que habían producido sendas crisis de Gabinete, el humalismo inició rondas de contactos con las otras fuerzas políticas que no tenían un fin claro y, en última instancia, no se materializaron en nada importante.
La administración de Peruanos por el Kambio (PPK) no daría la impresión de encontrarse en un trance semejante, por lo que el mensaje que transmiten esas reuniones –excepción hecha de la celebrada con la lideresa de Fuerza Popular, por las razones que ya expusimos– podría llamar a error. De hecho, la ex candidata presidencial del Frente Amplio (FA) Verónika Mendoza parece haber entendido que el diálogo tenía por objeto alimentar u orientar la agenda del Gobierno. Y, en la medida en que ni ella ni los congresistas de la facción que lidera dentro del frente izquierdista acudieron a la reunión a la que el presidente Kuczynski los invitó, publicó una carta dirigida a él en la que establece, de acuerdo con su criterio, a qué sectores y bajo qué conceptos debería atender prioritariamente el Gobierno. Una visión de las cosas que tienen todo el derecho de divulgar y promover… pero que no fue la que ganó las elecciones. Y lo mismo pasa con los planes y las iniciativas de Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Acción Popular o el Apra.
Las elecciones para determinar quién dirigía el Ejecutivo las ganó PPK, y es su plan de gobierno el que –sometido a las críticas de los otros sectores políticos y el contrapeso de los otros poderes del Estado– debe ser impulsado por el presidente y su Gabinete. Superado, entonces, el escollo de la crispación con la bancada mayoritaria del Congreso, lo que corresponde es que la actual administración retome la agenda de reformas a la que se comprometió con la ciudadanía. Porque conversar no es gobernar, sino un recurso que a veces se hace necesario para desbrozar el camino a la puesta en práctica de los cambios que la gente respaldó con el voto. Y es lo que ahora toca.