Desde el Perú hemos sido silenciosos testigos de grandes movilizaciones sociales recientes en dos países vecinos. Hacia el norte, los esfuerzos del Gobierno de Ecuador para mantener a raya el gasto público con un plan de austeridad incluyeron el recorte de subsidios a los combustibles. Esta disposición desencadenó protestas masivas de frentes indígenas y colectivos de trabajadores. Hacia el sur, un alza en el precio del metro de Santiago fue el detonante para que millones de chilenos en todo el país salieran a demandar mejores condiciones de vida, reducción de la desigualdad, incrementos de las pensiones para los jubilados, entre otros puntos.
En cierto sentido, las crisis de ambos países tienen lecturas distintas. En Ecuador, la demanda popular era específica: el precio de los combustibles. Así, una vez que el gobierno del presidente Lenín Moreno dio marcha atrás en la reducción de los subsidios, las protestas –que además provenían de grupos organizados identificables– se apaciguaron considerablemente. En Chile, en cambio, la dispersión del movimiento y la amplitud de sus demandas –desde un cambio de Constitución hasta la eliminación de las AFP– hicieron imposible para el gobierno de Sebastián Piñera calmar los ánimos o encontrar interlocutores válidos con quienes negociar. La cancelación del incremento de pasajes que motivó el estallido, además de sendas propuestas de gasto social subsiguientes no lograron sosegar el descontento ciudadano.
En otro sentido, sin embargo, ambas crisis son fundamentalmente similares. Más allá de que tanto en Ecuador como en Chile se parte de un alza en el precio del transporte que luego fue retirada ante la presión social, lo importante es que en ninguno de los dos casos la política tradicional sirvió para canalizar las demandas y evitar así la coacción y la violencia. Más bien, lo que quedó expuesto es la debilidad institucional –presente en todo el mundo, pero crónica en la región latinoamericana–, que lleva a resolver por la fuerza lo que debiera resolverse con diálogo y política. El costo social de permitir que se eleven las tensiones hasta el punto de no retorno, en vez de atajar el problema cuando incipiente, queda claro a la luz de ambas movilizaciones.
Algunos grupos han querido ver en estos movimientos los primeros signos del agotamiento del sistema de libertad económica y responsabilidad fiscal que, con sus imperfecciones, se ensaya en varios países de la región. Más que predecir “el fin del modelo”, no obstante, lo que se puede recoger, sobre todo de la experiencia chilena, es que solo políticas económicas sensatas alineadas con los incentivos de mercado logran reducir la pobreza y mejorar los ingresos de la población. Pero eso debe venir aparejado –desde el sector público– con políticas sociales que garanticen el acceso a servicios públicos de calidad, como salud, educación y transporte, al alcance de las grandes mayorías. De lo contrario, el pacto social entre el sistema político y económico, de un lado, y la ciudadanía, del otro, se debilita al punto de hacer insostenible y disfuncional la democracia.
Aunque en una frecuencia distinta, en el Perú la polémica disolución del Congreso por el presidente Martín Vizcarra y la percepción de que el sistema avanza en sancionar a los responsables por los casos de corrupción han satisfecho una cuota de las demandas populares y reducido ciertas tensiones. Sin embargo, el verdadero reto estructural está en cerrar las brechas económicas y sociales –causa de las protestas– sin alterar los fundamentos que han traído un histórico crecimiento de la clase media en el Perú. De paso, plantearnos esto en serio por las buenas antes de forzados por toques de queda en el ámbito nacional llevará necesariamente a mejores resultados.