Un antiguo refrán afirma que cada uno habla de la feria según cómo le va en ella. Es decir, que las personas opinan sobre los eventos en los que les ha tocado participar de acuerdo con la mucha o poca fortuna que los pueda haber acompañado en la experiencia. Si la suerte les sonrió, todo será elogios; pero si les fue esquiva, los denuestos estarán a la orden del día.
Los procesos electorales, en los que por cada ganador hay muchos derrotados, ofrecen habitualmente un buen ejemplo de la verdad que ese dicho entraña. No todos los que no alcanzan la victoria, por supuesto, exhiben una conducta así de primitiva (después de todo, perder con dignidad les permitirá volver a tentar el cargo al que aspiraban sin que exista una imagen negativa de ellos en la memoria de los electores), pero los derrotados con resaca son infaltables cuando el recuento de votos acaba. Y los comicios regionales y locales que se celebraron el domingo pasado en el país no fueron una excepción.
Así, en lugar de razonables ejercicios autocríticos, en estos días hemos escuchado de parte de los que no obtuvieron un buen resultado en la competencia por el sillón municipal metropolitano o ni siquiera pudieron colocarse en el partidor desde maldiciones contra los órganos electorales hasta lamentos por supuestas ojerizas de los medios (un clásico entre los vencidos de todo signo ideológico). Culpar al prójimo de las propias carencias, ya se sabe, tiene a veces un extraño efecto compensatorio.
En lo que concierne a la elección para la Alcaldía de Lima, forman parte del coro quejoso, por citar algunos casos, el postulante de Perú Patria Segura, Renzo Reggiardo (“El proceso ha sido bastante, vamos a decir, enrarecido”); el de Democracia Directa, Enrique Cornejo (“Agradezco a los que votaron por nuestra propuesta, a pesar de [la] tremenda anticampaña”), y el de Podemos Perú, Daniel Urresti (“Los que han salido ganando en esta elección han sido los ‘choros’ de Las Malvinas”).
Ninguno, sin embargo, ha llegado a los extremos de caricatura que exploró el candidato de Perú Libertario, Ricardo Belmont. “Hemos sido testigos de uno de los más grandes fraudes en la historia política del país”, sentenció no bien conocidas las primeras proyecciones que anunciaban la victoria de Jorge Muñoz. Y por toda prueba señaló: “La televisión mostraba apenas a doscientas personas celebrando el triunfo de un alcalde que nadie conoce”.
Sobre el partido que postuló al ganador, Acción Popular, tuvo también algunas frases tan arbitrarias como desconcertantes. “Se enloda una de las más grandes trampas en la historia política y mediática del país”, dijo. Y, con cargo a que explique luego cómo se puede enlodar una trampa, cabe reclamarle por lo menos algunos indicios sobre tan temeraria acusación.
Pero Belmont no quiso dejar dudas sobre su tesis y aseveró también: “nos han robado la elección”, al tiempo de hablar de actas “hechas y fabricadas”. Y ya que estaba en ello, agregó: “Yo sabía que la mano de Montesinos ya estaba manejando esta elección”.
En fin, un rosario de imputaciones sin elementos probatorios que las sustenten y abiertamente inverosímiles que no solo dan noticia de lo mal que le fue en la feria (las últimas proyecciones lo ubican en el quinto lugar, con menos del 4% de la votación), sino que lo convierten en el peor perdedor de todos, porque quien opta por arrojar gratuitamente sombras de duda sobre un proceso que no tuvo otro inconveniente que el de no serle favorable, sufre en realidad una doble derrota: la de las urnas y la de la estima ciudadana.
Dicho esto, hay que destacar también que felizmente la de la destemplanza contrariada no ha sido la actitud de la mayoría de los competidores por la Alcaldía de Lima. Uno con más generosidad que otros, todos los demás han saludado hidalgamente al triunfador y han puesto sus planes de gobierno municipal a su disposición. Un gesto que contribuye a la salud de nuestra democracia.