Tacna es una región tremendamente seca: tiene un déficit hídrico de más de 8 metros cúbicos de agua por segundo. Para colmo de males, el agua marina se infiltra cada vez más en el acuífero tacneño, lo cual viene contaminando con agua salada el agua utilizada para la agricultura y el consumo humano. Según el gobierno regional, el agua salada ha avanzado 10 kilómetros desde la línea costera hasta Tacna, afectando al menos a 300.000 pobladores.
El Estado, sin embargo, parece ser poco eficiente para lidiar con esta situación de escasez. Por un lado, el uso ilegal de agua campea en Tacna, hecho que reduce aun más el escaso recurso hídrico sin que el gobierno pueda hacer mucho al respecto. Según la Autoridad Administrativa del Agua Caplina-Ocoña de Tacna, en la zona cercana a la costa hay unos 400 pozos ilegales que extraen más del doble del agua autorizada (se estima que se extraen 112 millones de metros cúbicos de agua al año, pero la recarga natural del acuífero de Caplina es de 54 millones de metros cúbicos).
En el 2006 el administrador del distrito de riego de Tacna trató de controlar esta situación y cerrar varios pozos ilegales, pero, a raíz de ello, fue agredido brutalmente. Aparentemente, por esa experiencia, han tenido que transcurrir ocho años para que se retomen estas fiscalizaciones. Hace unas semanas la policía intervino algunos pozos ilegales y estaría tomando acciones para clausurarlos, pero el resultado final de estas operaciones aún es incierto.
Por otro lado, las leyes hacen poco para incentivar una cultura de ahorro del agua. En el Perú –a diferencia de lo que sucede en países como Chile– está prohibido que quien tiene una autorización para extraer agua de alguna fuente (sea río, manantial, pozo, etc.) pueda vender la totalidad o parte del agua a la que tiene derecho. La razón por la cual existe esta prohibición es que se asume que, tratándose de un recurso tan importante, es el gobierno y no los ciudadanos quien debe decidir cómo se aprovecha. Pero esta idea no solo es un rezago de una época en la cual se creía que el estatismo resolvería todos los problemas sociales. Es, además, una pésima manera de administrar un bien escaso.
Para empezar, como no se puede vender el agua, los agricultores o industriales no tienen incentivos para adoptar métodos de producción que la empleen de manera más eficiente. Si pudiese vender parte del agua a la que tiene derecho, un agricultor, por ejemplo, podría decidir dejar de regar inundando sus campos y empezar a utilizar un sistema de riego por aspersión o goteo, para así ahorrar agua y vendérsela a un vecino. Las ganancias serían mutuas: él obtendría un beneficio económico y el agua alcanzaría para otro uso adicional. Pero como existe la mencionada prohibición, el ahorro simplemente no se produce.
Asimismo, como no se puede vender el agua, existen menos incentivos a fin de construir infraestructura privada para almacenarla y transportarla, pues los ciudadanos tienen menos oportunidades de obtener ganancias con estas inversiones.
El problema que sufre Tacna (y en general todo el Perú), más que uno de escasez, es uno de demagogia. Por décadas hemos venido escuchando frases populistas como que “el agua es de todos”, “el agua no se vende” o “el agua no se privatiza” para justificar la planificación estatal de este recurso. Pero lo cierto es que, a pesar de que el Perú es uno de los 20 países con más agua del mundo, según la FAO el 99% de ella se desperdicia porque va a parar al mar. Peor resultado que ese no podría esperarse. Y eso ocurre porque, como mencionamos, bajo el actual sistema no se crean incentivos para que la gente administre el agua adecuadamente.
En estos días en los que el presidente Ollanta Humala y los ministros Luis Miguel Castilla y Piero Ghezzi hablan tanto de querer presentar iniciativas para destrabar las inversiones, no estaría de más que consideren terminar de una vez por todas con el estatismo hídrico, que afecta gravemente a las actividades económicas que dependen del agua. Es decir, a todas las actividades productivas que podamos imaginar.