En el editorial de ayer hacíamos referencia a la necesidad de transparencia en el Ejecutivo –y en particular, en el entorno del presidente Martín Vizcarra– respecto de varias contrataciones que suscitaban sospechas de favoritismo.
Pero esta no es la única instancia en la que el Gobierno mantiene una deuda importante de información con la ciudadanía. Desde hace ya varias semanas, se ha hecho evidente la brecha que existe entre, de un lado, el número de fallecidos por COVID-19 según las estadísticas del Ministerio de Salud (Minsa) y, de otro, el exceso de fallecimientos que reporta el Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef).
En efecto, como informamos esta semana, mientras que la cifra oficial de fallecidos por COVID-19, de acuerdo con el Minsa, asciende a 10.412, al 28 de junio el exceso de muertes de este año con respecto al 2019, según el Sinadef, era de 24.281. En otras palabras, desde el inicio de la pandemia, los fallecimientos por encima del promedio serían más del triple del número reportado por el Gobierno como fallecidos por consecuencia del COVID-19.
Es cierto que hay algunos matices en estas cifras. Problemas de subreporte de fallecidos en años pasados podrían sobreestimar el dato real de este año. Además, muertes por otras enfermedades que pudieron prevenirse de no ser por el colapso del sistema sanitario aumentan el número. El registro de muertes no-violentas también puede sesgar las cifras. A lo sumo, se entiende que existan ciertas inconsistencias menores en bases de datos diferentes, pero las tremendas dimensiones de la discrepancia son injustificables.
Aun con estos matices, pues, es claro que el número de fallecidos por COVID-19 que exhibe oficialmente el Gobierno no está ni cerca de la realidad. Si bien el médico epidemiólogo César Cárcamo, miembro del Grupo Prospectiva, hizo referencia a la cifra de 25 mil personas fallecidas “entre confirmadas y no confirmadas” por COVID-19, está pendiente homologar –y, en consecuencia, sincerar– las cifras de fallecidos que se anuncian diariamente en todos los medios.
Esto no es solo un ejercicio teórico o de autocrítica. Tiene serias implicancias prácticas. El subregistro de muertes por COVID-19 apunta a un grave problema de insuficiencia general de testeo, lo que, a su vez, hace más difícil migrar de forma segura hacia una cuarentena focalizada, como anunció el Gobierno hace poco. En este trance, además, casi tres de cada cuatro pruebas aplicadas en el país son rápidas, con un margen de error alto.
Por otro lado, la exhibición de cifras constantemente cuestionadas en el Perú y en el extranjero resta credibilidad a la estrategia general del Gobierno. En el mejor de los casos, la explicación es la de un Ejecutivo desbordado que no es capaz de siquiera seguirle el paso al problema que tiene entre manos; en el peor, la de un Gobierno que deliberadamente omite la información.
Luego de una de las cuarentenas más largas del mundo, la administración del presidente Vizcarra ha tenido tiempo más que suficiente para acotar las discrepancias respecto de las cifras de fallecimientos por COVID-19. Si no para usarlo como herramienta de política pública –que debería–, por lo menos para sincerar la dimensión del problema y comunicarlo con honestidad al resto del país. Es el mínimo respeto que se les debe a los miles de ciudadanos a quienes el Estado les falló primero al no darles un servicio de salud suficiente para salvarles la vida, y ahora repite la ofensa al ni siquiera registrarlos en evidencia de sus errores.