El principio de la Edad Moderna fue testigo de persecuciones sanguinarias, violentos actos colectivos en contra de lo que la razón no permitía comprender. Cacerías de brujas propiciadas por individuos que, sirviéndose de miedos basados en la ignorancia, avivaban la reacción de un grupo alimentando percepciones falsas y condenando aquello de lo que desconfiaban. En el Perú de hoy, parte de estas costumbres de propagación de temores infundados propias del siglo XVI permanecen aún latentes.
Una muestra clara de ello es el miedo injustificado a los proyectos formales de explotación minera. Más allá de los lamentables sucesos de la semana pasada en Arequipa, en los que hubo un muerto, varios heridos y un indignante intento de manipulación de la opinión pública de parte de la policía, los grandes proyectos mineros en general traen consigo un rechazo que disfraza su agenda política y su oposición a la inversión privada de preocupaciones ambientales. Y en caso las empresas incumplan sus compromisos y las regulaciones ambientales, como –de hecho– a veces sucede, estas deberían ser sancionadas con todo el peso de la ley. No obstante, prescindir de proyectos que inicialmente habrían demostrado compromiso con un manejo ambiental responsable es desacertado.
En el caso de Conga, por ejemplo, las autoridades regionales y ciertas organizaciones sociales no escatimaron en esparcir datos falsos respecto a una supuesta contaminación del agua para motivar un levantamiento de la población que legitimase su campaña ideológica. Su preocupación jamás fue ambiental. Ello fue evidente tras la presentación de un estudio de impacto ambiental (EIA) revisado por expertos independientes que concluía que la calidad del agua en la zona no sería perjudicada y que, más aun, luego del trasvase de las dos lagunas involucradas habría más agua. Sin embargo, primó un manejo politizado e ideológico que desinformó a la ciudadanía sobre los beneficios del proyecto.
Algo similar ocurrió también frente a las operaciones mineras en Espinar, Cusco. En este caso, la congresista Verónika Mendoza señaló que el área de influencia tenía altas concentraciones de arsénico y mercurio en el agua de consumo humano; lo cierto era que la minera Xtrata Tintaya no trabajaba con esos metales. Recientemente, lo que ocurre con el proyecto Tía María es una muestra más de manipulación política y desinformación. Aun cuando el EIA presentado estaba libre de observaciones y la empresa había decidido utilizar agua de mar para sus operaciones, el proyecto pende de un hilo a causa de preocupaciones ambientales infundadas.
De hecho, las falsas disyuntivas entre ‘agua u oro’ y ‘agricultura o minería’ son desmontadas con la evidencia. Según recordaba en estas páginas Iván Alonso el viernes pasado, en las regiones con mayor presencia de proyectos mineros, la producción agrícola ha crecido significativamente en los últimos años.
Pero las inconsistentes leyendas no son solo rurales, sino también urbanas. En el caso de las antenas de telefonía celular, las preocupaciones que ocasiona su potencial instalación están tan poco fundamentadas en estudios de impacto como las referidas a los proyectos mineros. Para la Asociación de Fomento de la Infraestructura (AFIN), de las más de 1.700 mediciones realizadas por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), las antenas solo emiten el 2% en promedio del límite máximo de radiación no ionizante recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sin embargo, su instalación es aún causa de controversia. Por ejemplo, el alcalde de Surco, Roberto Gómez Baca, afirma que más de la mitad de los habitantes de su distrito piensa que las antenas representan un peligro potencial para su salud. En consecuencia, Lima tiene hoy una antena por cada 3.462 habitantes, en tanto que Santiago de Chile por cada 860 habitantes y Tokio por cada 99.
Estas leyendas, urbanas y rurales, no solo perjudican a los inversionistas, sino también a los consumidores y al país en general. El freno en las inversiones en minería, que del 2011 al 2014 contaban su cartera paralizada en US$14.000 millones, implica un menor crecimiento, menos generación de empleo y mayor pobreza. Por su parte, el déficit en infraestructura para las comunicaciones limita enormemente el uso de tecnología y hace más difícil la reacción en casos de desastres naturales.
En el Perú de hoy preocupa comprobar que la falta de tecnología e inversiones no solo condiciona el desarrollo del país, sino que es este mismo desarrollo limitado –entendido en parte como la persistencia de ideas reñidas con la evidencia y la modernidad– el que impide en buena cuenta la adopción de tecnología e inversiones.