A través de complicados sistemas de balance institucional, las democracias modernas han limitado el poder del gobernante de turno sin eliminarlo. Si bien la prensa independiente, el Poder Judicial, el Congreso, las instituciones autónomas, y otros actores con influencia pública moldean y restringen el terreno sobre el cual puede decidir el presidente, no es casual que el mandatario sea consistentemente considerado la persona más poderosa del país. Después de todo, en la Constitución actual del Perú y en varias naciones, el presidente de la República “personifica a la nación”. Nada menos que eso.
Sus palabras, por ello, cargan con un peso especial. No se trata de un ministro que pueda luego ser corregido por su inmediato superior, o sustituido. No se trata de un funcionario cualquiera. Cuando el presidente Pedro Castillo emite una opinión sobre un asunto de sus competencias, habla en nombre de la nación. El problema surge cuando los mensajes que transmite no guardan relación los unos con los otros, sino que dependen del estrado que los acoja. Si desde CADE habla de respeto por la actividad privada, desde Bagua Grande, Amazonas, pide nacionalizar el gas de Camisea. Si desde reuniones con empresarios norteamericanos alude al Estado de derecho que impera en el Perú, desde Huancavelica a fines de noviembre anunciaba que “cueste lo que cueste” iba a cobrar “las cuentas a los que deben al país, a las empresas deudoras”, pasando por alto cualquier proceso institucional tributario y legal.
¿Pueden entonces sorprender los resultados de la última encuesta de Ipsos Perú preparada para Apoyo Consultoría? En esta, un 76% de los encuestados señala que, si fuera inversionista, no invertiría ahora y esperaría en cambio a que las condiciones sean más claras. La cifra sube a 85% en Lima Metropolitana. Al mismo tiempo, dos de cada tres personas en el ámbito nacional indican que el gobierno no está haciendo lo suficiente para promover la inversión privada, y la mitad considera que Mirtha Vásquez, presidenta del Consejo de Ministros, se opone a la inversión minera (solo el 22% piensa que la apoya). Estos números empatan con los publicados recientemente por el Banco Central de Reserva (BCR), en los que las expectativas de la economía a 3 y a 12 meses permanecen en tramo negativo, y con un deterioro respecto del mes pasado.
“La incertidumbre la tenemos no como consecuencia del mensaje del Ministerio de Economía ni del Banco Central, sino del presidente Castillo. Hablamos de un mensaje que ha generado la fuga de capitales más grande de la historia contemporánea, por lo menos la que registra el BCR desde 1980″, apuntó con tino Waldo Mendoza, exministro de Economía, la semana pasada en estas páginas. Paradójicamente, el presidente que menos ha respondido a la prensa y que menos se ha expuesto a ser presionado por un tema incómodo en público es a la vez el que más zozobra ha causado con sus exiguas palabras.
De las consecuencias reales de todo esto solo hemos visto el comienzo. La economía peruana venía durante la mayor parte de este año con una fuerte inercia propia del rebote de la actividad productiva y de los sólidos fundamentos económicos que se sembraron en las últimas décadas. Este proceso le ha permitido al gobierno actual barrer momentáneamente el asunto de la confianza por debajo de la alfombra y pintar un panorama optimista que, no obstante, bien podría encontrar un abrupto final durante el 2022, cuando las inversiones no ejecutadas durante estos meses brillen por su ausencia y los empleos escaseen. Lo que está en juego no podría ser más serio, pero el Gobierno aún no se da por enterado, ni siquiera por su propia supervivencia.
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