Un inesperado conflicto entre los poderes Ejecutivo y Legislativo se ha desatado en los últimos días en torno al carácter de la próxima concurrencia del presidente del Consejo de Ministros al Congreso. En la carta en la que el titular del Parlamento invita al primer ministro y a todo su Gabinete a una “sesión presencial” que ha de celebrarse la próxima semana, se menciona específicamente que tal asistencia debe producirse “en cumplimiento de lo que disponen los artículos 130 y 135 de la Constitución”. Mientras que el Gobierno ha argumentado, por boca de Zeballos, que solo corresponde que se lo convoque por el artículo 135.
El último de estos dos artículos habla sobre la exposición ante el Congreso de los actos del Poder Ejecutivo durante el interregno parlamentario y sobre la posibilidad de una censura o de una denegación de confianza referida a tales actos. Un ingrediente de la concurrencia que nadie parece discutir.
El primero de ellos, en cambio, habla sobre la necesidad de que, dentro de los treinta días de haber asumido sus funciones, un nuevo presidente del Consejo de Ministros exponga y debata ante la representación nacional “la política general del Gobierno y las principales medidas que requiere su gestión” y plantee al efecto cuestión de confianza. Y para el Ejecutivo esa situación ahora sencillamente no procede porque el actual Gabinete es preexistente al Congreso elegido en enero de este año.
Los argumentos jurídicos que tratan de dar sustento a una y otra posición se han multiplicado por cierto desde el inicio del conflicto, que no parece estar destinado a arribar a buen puerto. De cualquier forma, y como suele ocurrir en estos casos, el pulseo legal esconde en realidad uno político.
Es improbable, efectivamente, que una mayoría de los integrantes del Parlamento estuviera dispuesta a asumir la actitud de negarle la confianza al Gabinete después de una exposición como la que plantea el artículo 130. ¿Qué lleva entonces al Ejecutivo a rehuirla? Pues todo parece indicar que el temor a tener que dar explicaciones sobre las decisiones que ha tomado en el contexto de la lucha contra el COVID-19, todas posteriores al interregno.
Aunque tampoco resulta verosímil que un debate en el hemiciclo sobre esa materia pudiera terminar en una denegación de confianza, el flanco político que ofrecería el Gobierno para ser vapuleado en un trance así sería considerable. Las cifras de contagiados y fallecidos, lejanas de la meseta anunciada días atrás por el presidente Vizcarra, o las marchas y contramarchas en las medidas de reapertura de ciertas actividades económicas o de la simple circulación ciudadana, por citar solo dos ejemplos, dan una idea de por dónde podrían ir las balas.
El Legislativo, por su parte, daría la impresión de estar empeñado en dar muestras de su poder encajonando al Ejecutivo en el apremio constitucional ya descrito. ¿El resultado? Una reedición de una vieja querella en un momento muy inoportuno.
Es claro que el cierre del Congreso anterior ordenado por el presidente Martín Vizcarra no solucionó ese secular problema de nuestra historia política. Pero las urgencias de este momento hacen aún más grave lo que siempre fue causa de una indeseable parálisis en las más altas instancias de la conducción del país.
No parece definitivamente la hora más adecuada para enredarse en esta discusión. Haría bien, por un lado, el Gobierno en abrirse al debate sobre la idoneidad de sus acciones contra la pandemia y dejar de considerar las críticas en general como poco menos que gestos de leso patriotismo. Y por otro, el Parlamento, en centrar sus cuestionamientos e intervenciones en aquello que auténticamente contribuya a enderezar lo que puede estar caminando mal.
La vieja querella puede esperar otra oportunidad para ser reeditada. Y, eventualmente, solucionada.