Casi treinta años han pasado desde que, mientras era presidente en ejercicio, Alan García intervino aparatosamente en las elecciones para la Alcaldía de Lima. Era 1986, corría el segundo año de su mandato, y los comicios municipales en la capital tenían una especial gravitación política, porque en ellos competían Alfonso Barrantes Lingán y Luis Bedoya Reyes, los contendores que habían llegado segundo y tercero, respectivamente, en el proceso en el que el líder aprista había resultado triunfador, apenas un año antes.
El candidato oficialista era Jorge del Castillo, quien ciertamente no tenía todavía la relevancia que adquirió luego en el escenario político y cuya posibilidad de victoria no lucía muy segura en las encuestas, a pesar de la gran popularidad de la que gozaba todavía García.
Preocupado por la eventualidad de un resultado adverso, el mandatario resolvió entonces lanzar, prácticamente en la víspera del acto electoral, uno de sus famosos ‘balconazos’ para expresar su apoyo a Del Castillo y tratar de contagiarle algo del respaldo con el que contaba. Y eso fue, en efecto, lo que ocurrió: el postulante del partido aprista se hizo del sillón municipal, entre las protestas de los perjudicados por la violación presidencial del principio de neutralidad y el uso de bienes públicos –como el balcón de Palacio de Gobierno– para hacerlo.
El episodio, sin embargo, no movió a los organismos electorales de la época ni siquiera a llamarle la atención. Y el escándalo se extinguió tan pronto, que tres años más tarde, durante las elecciones para sucederlo, Alan García volvió a mostrar su parcialidad; esta vez en contra del candidato Mario Vargas Llosa y de modo sistemático a lo largo de toda la campaña. Una circunstancia que recordó casi burlonamente en el 2009, durante su segundo gobierno, cuando frente a un foro de inversionistas declaró: “En el Perú, el presidente [...] no puede hacer presidente al que él quisiera, pero sí puede evitar que sea presidente quien él no quiere”.
Los treinta años transcurridos desde aquella primera interferencia electoral, no obstante, no han pasado aparentemente en vano, pues en estos días el Jurado Electoral Especial (JEE) Lima Centro 1 ha determinado que el presidente Ollanta Humala ha cometido infracción al principio de neutralidad en las elecciones en curso. Ha considerado para ello 13 casos del mes pasado en los que, con ocasión de diversas actividades oficiales, el mandatario atacó a varios de los postulantes u opciones políticas en carrera.
Sus blancos favoritos fueron Alberto Fujimori (al que llegó a llamar “ladrón de marca mayor”) y Alan García (al que habría aludido “en sentido figurado” con menciones a su silueta), irónicamente dos de los jefes de Estado que menos neutrales fueron en algunos de los comicios que convocaron sus respectivos gobiernos (Fujimori fue tan parcial a la candidatura municipal de Jaime Yoshiyama en 1995, como García a la de Del Castillo en 1986, por mencionar solo un ejemplo). Pero eso no es justificación para pasar por alto sus arremetidas desde el poder contra ellos o la opción política que los comprende, en medio de una contienda electoral en la que al presidente le tocaría, más bien, garantizar la limpieza y la seguridad de las elecciones.
La resolución del JEE se limita a poner el hecho en conocimiento del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y a “exhortar a todos los funcionarios de la administración pública del Estado peruano a cumplir con el principio de neutralidad como debe ser esencial de toda autoridad, funcionario o servidor público [...] para actuar con absoluta imparcialidad en el ejercicio de sus funciones, en el marco del presente proceso electoral”. Es decir, no dispone –y tampoco podría hacerlo respecto del presidente de la República– sanción alguna.
Pero eso no importa. Si consideramos los ejemplos de este tipo de intromisiones que nos provee la historia, es evidente que la pública llamada de atención ya constituye un avance importante. A partir de ahora, el mandatario sabe que deberá abstenerse de jugar a favor o en contra de cualquiera de los participantes en la contienda, a riesgo de sufrir el manifiesto escarmiento de parte de una institución del propio Estado a la que no podrá descalificar con el fácil expediente de que tiene una “motivación política”. Entre otras cosas, porque en esa eventualidad resultaría meridianamente claro que quien está en esa tesitura sería más bien él mismo.