El último lunes se cumplió un mes desde el inicio de la más reciente ola de protestas en Venezuela, que hasta el momento ha dejado más de treinta personas fallecidas. Ese día, Nicolás Maduro, aprovechando su intervención en un evento oficialista por el Día del Trabajo, anunció su intención de convocar una Asamblea Nacional Constituyente con la finalidad de redactar una nueva Constitución.
“En uso de mis atribuciones presidenciales –exclamó– convoco al poder constituyente originario para que la clase obrera y el pueblo, en un proceso popular, convoquen una Asamblea Nacional Constituyente”. Y añadió que dicho proceso no contará con la participación de “partidos políticos y élites”, sino que tendrá una vocación “profundamente obrera”. Lo más llamativo del anuncio, sin embargo, fue la advertencia sobre el mecanismo que se utilizará para elegir a los cerca de 500 constituyentes.
Junto a los Ministros y el Pueblo Revolucionario, convocamos al Poder Constituyente Originario #VamosAConstituyente https://t.co/uPmaZSTYag— Nicolás Maduro (@NicolasMaduro) May 1, 2017
En efecto, según explicó el mismo Nicolás Maduro, alrededor de 250 asambleístas serán nombrados directamente por las bases obreras y los movimientos sociales (grupos de mayoría chavista), lo que permitiría que el Ejecutivo tenga asegurado el control de, cuando menos, la mitad de los constituyentes. Los restantes 250, por otro lado, serán designados a través de comicios municipales “con voto directo [y] secreto”.
Lejos de representar una solución viable, la iniciativa planteada por Maduro agudiza la tensa crisis política y social que atraviesa el país caribeño. Ello pues, vista de forma holística, la convocatoria a esta Asamblea Nacional Constituyente –que lo que pretende es crear un poder paralelo a la Asamblea Nacional Legislativa de mayoría opositora– no es más que la continuación de una sucesión de episodios recientes en los que el gobierno, valiéndose de estratagemas legales y del apoyo palmario del Poder Judicial y del órgano electoral, ha terminado por consumar lo que es ya, a todas luces, un régimen dictatorial.
Ejemplos de esto último abundan. Como se recuerda, desde octubre del año pasado, el chavismo ha paralizado una legítima solicitud ciudadana para que se convoque un referéndum revocatorio en contra de Nicolás Maduro, aduciendo una supuesta irregularidad en la recolección de firmas (ello, además, luego de haber obstaculizado la activación del plebiscito creando nuevos requisitos sobre la marcha); ha suspendido sin mayores explicaciones y de manera indefinida las elecciones regionales; y se ha levantado la inmunidad de los parlamentarios (garantizada a nivel constitucional). Y por si esto fuera poco, hace apenas algunas semanas el Tribunal Supremo de Justicia –entidad también controlada por el chavismo– disolvió a través de una resolución la ya mencionada Asamblea Nacional Legislativa, decisión de la que luego se retractó… a pedido de Maduro. Precisamente, esta última medida golpista fue la que gatilló las protestas que hoy se extienden por varias ciudades venezolanas.
Ahora, como si los atropellos ya cometidos no fuesen suficientes, Maduro pretende romper de una vez por todas con los límites que la Constitución vigente le impone a su poder, improvisando un mecanismo de careta democrática que, tal como ha sido comunicado, es abiertamente inconstitucional. Esto pues la medida anunciada ignora el derecho de los ciudadanos venezolanos de ejercer su voto de manera universal, secreta, directa y sin restricciones de ningún tipo, para designar a cada uno de sus representantes ante la Asamblea Constituyente; con la pobre excusa de que el proceso sea sometido a criterios de ‘clase’ o pertenencia a alguna organización.
Mención aparte merece el hecho de que, irónicamente, la Constitución que el dictador venezolano hoy pretende cambiar es justamente la que fue promovida y aprobada en 1999 por su líder y antecesor, Hugo Chávez. Texto que, entre otras cosas, fortaleció el poder de la figura presidencial, extendió los controles estatales a la economía y a la prensa, y modificó el nombre oficial del país a “República Bolivariana de Venezuela”.
Queda claro, pues, que la medida anunciada por Nicolás Maduro no hace otra cosa que confirmar que su régimen, como el país, ha caído en una crisis que ya no sabe cómo enfrentar. Un manotazo de ahogado de quien sabe que, si no quiebra aun más las reglas, pronto podría perder el poder.