La lista de demandas de los ciudadanos de La Convención que tomaron durante más de una semana la segunda más importante vía de acceso a Machu Picchu es tan variada como extensa. Se exige que se realicen varias obras de infraestructura: un teleférico de acceso a Choquequirao, numerosas vías asfaltadas de conexión interprovincial, una planta de fraccionamiento de gas en Kepashiato y varias cosas más. Se exige también no realizar otras obras, entre ellas, el gasoducto del sur. Luego hay otras demandas más genéricas: el fin de la corrupción, el combate a la delincuencia y la cancelación de las iniciativas para cambiar la distribución del canon. Y también pedidos bastante específicos, como ayuda estatal para incrementar el precio de la hoja de coca. Incluso se pide mover salas judiciales y direcciones educativas de lugar. En corto: de todo, como en botica.
Naturalmente, resulta imposible evaluar globalmente la sensatez de un listado de pedidos así. Algunas quejas parecen comprensibles (por ejemplo, aunque muy populistamente, el presidente Ollanta Humala sí prometió la planta de fraccionamiento en Kepashiato). Otras parecen responder a lobbies muy concretos. Aun otras son compartidas por todo el país. Finalmente muchas son abiertamente irracionales e incluso, en algunas ocasiones, ya han sido bloqueadas por el SNIP: por citar un caso, una de las carreteras propuestas, por el número de personas a las que serviría versus el costo que significaría, se parece mucho al famoso “puente hacia ninguna parte” que intentó construir Alaska hace unos años.
Al margen de lo anterior, sin embargo, hay al menos dos ideas claras que pueden sacarse de lo sucedido en La Convención. Ambas desembocan en la misma conclusión que sosteníamos en nuestro editorial de ayer: más allá de los recursos que genere el crecimiento, el desarrollo no será posible sin una reforma institucional profunda.
La primera idea tiene que ver con esto: gracias al canon de Camisea, La Convención es una de las provincias más ricas del país. Solo en los últimos cinco años ha recibido más de S/.6.000 millones. Esto en una provincia que tiene 179.775 habitantes. La Convención no debería, pues, ser la provincia de los ánimos caldeados. Los millones del canon, sin embargo, no parecen haber servido de mucho al lugar, donde se han aprovechado los márgenes de montos que el SNIP deja libres para construir piscinas y desconcertantes palacios municipales en lugares en los que no hay agua ni desagüe, y donde la corrupción parece ser también un problema grande: hace dos meses, por ejemplo, se denunció que la carretera recientemente construida para unir Quillabamba con Echarati habría sido sobrevalorada en S/.40 millones.
La segunda idea es esta: la lista de quejas de La Convención (suponiendo que las hasta 3.000 personas que bloquearon la carreta efectivamente sean representativas de su provincia) ya consiguió que viaje a la zona una de nuestras conocidas “comisiones de alto nivel” para poner la consiguiente “mesa de diálogo” y negociar en ella sus pedidos (por eso se levantó ayer la toma). La idea es que esto es muy “democrático”, pero es en realidad todo lo contrario. ¿Cada provincia del Perú no preferiría negociar directamente con el poder central sus diferentes intereses y necesidades? Sí. ¿Todas pueden hacerlo? No. ¿Cuáles lo logran? Las que despliegan suficiente violencia (el “paro” de La Convención ya ha ocasionado una muerte). Por otro lado, aun cuando no fuese producto de un chantaje violento, ¿puede ser democrática una negociación de derechos y obligaciones que tiene repercusiones para todos con un solo grupo? ¿No se supone que es justamente para que ello no suceda que existe algo así como un Congreso donde están proporcionalmente representadas –e igualmente limitadas por la Constitución– todas las circunscripciones del país? Otra cosa, claro, es que esta representación no funcione como debiera. Pero este tipo de “mesas” no ayudan a fortalecerla sino a debilitarla todavía más...
La Convención, pues, es una muestra más de cuánto necesitamos de la reforma institucional de la que hablábamos. Una reforma, esto es, que nos provea de un servicio civil profesional, bien incentivado y eficiente en los diferentes niveles de la administración (central y descentralizada); de un sistema de partidos y reglas electorales que sirvan a la vez para dar representación y canalizar eficaz y democráticamente las diferentes demandas de la población; y de un sistema de entidades de defensa de la ley (la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial, principalmente) preparadas, bien remuneradas y confiables, que garanticen el orden público y los derechos de cada uno frente a todos los demás.
Es decir, la reforma que necesitamos significa un camino muy largo, pero ya se sabe que los caminos más largos empiezan con unos pocos pasos. Y comenzar a dar estos pasos debiera de ser hoy tan prioritario como reactivar la economía. Después de todo, el ránking global de competitividad acaba de darnos el puesto 118 de 144 países en la categoría de “instituciones”. Para darse una buena idea de que tan grave es esta posición, piense en lo siguiente: es bastante inferior al puesto 52 de 208 países que nos otorga la FIFA en su ránking de selecciones de fútbol. Si los peruanos somos conscientes de que con la ubicación que tenemos en el escalafón futbolístico jamás iremos a un campeonato mundial, imagínese adónde llegaremos si no salimos del lamentable lugar que ocupamos en la clasificación internacional de institucionalidad.