La política debe ser el ámbito donde la palabra ‘cambio’ con más frecuencia se usa y, paradójicamente, también aquel donde este casi nunca ocurre. Nadie se presenta a un proceso electoral diciendo que quiere dejar todo como está, pero si observamos los rostros y el discurso de quienes se alinean detrás de las opciones que cada cinco años se ofrecen a los votantes, la sensación de ‘déjà vu’ es abrumadora.
Los candidatos a la presidencia en nuestro país suelen ser ex gobernantes o perpetuos aspirantes al poder; y hasta la figura del ‘outsider’ se ha convertido ya en una ficha previsible en el tablero. La retórica que todos ellos despliegan en su contacto con la ciudadanía, por otra parte, es invariablemente un esfuerzo por hacer parecer lo viejo como nuevo, y lo repetido como de estreno. Aparte de omitir minuciosamente, desde luego, todo ejercicio autocrítico.
Esto ocurre por cierto a lo largo de todo el espectro ideológico nacional, pero si en algún extremo del mismo resulta particularmente irónico es en la izquierda, pues ella reclama siempre para sí el monopolio de los ímpetus renovadores y le atribuye a la derecha –es decir, a todos los demás- ser una fuerza ‘conservadora’, cuando no abiertamente ‘reaccionaria’.
Es interesante por eso medir a toda nueva estructura política de ese signo que irrumpe en la arena electoral con tal criterio. Y la semana que termina nos ha presentado una ocasión de hacerlo.
El jueves pasado, efectivamente, se anunció el lanzamiento de un esfuerzo definido por algunos de sus promotores como la Coalición Progresista Unión de Fuerzas de Izquierda, en un acto público. Al evento acudieron representantes de Patria Roja, Ciudadanos por el Cambio, Fuerza Social y el Partido Humanista, así como integrantes de distintas organizaciones sindicales o estudiantiles y colectivos de diverso tipo. Y entre las caras distinguibles en primera línea asomaron, por ejemplo, las de Yehude Simon, Susana Villarán, Salomón Lerner Ghitis, Rolando Breña, Manuel Dammert, Nicolás Lynch y Aída García Naranjo, lo que en buena cuenta agota la respuesta a la pregunta de si los protagonistas que nos ofrece esta coalición son nuevos.
Se podría argumentar por supuesto que la falta de renovación se compensa habitualmente con la experiencia que traen a un proyecto político quienes ya han tenido una responsabilidad de gobierno. Pero si pensamos en las gestiones de Simon como premier de la pasada administración aprista o de la señora Villarán al frente de la alcaldía de Lima, las virtudes de esa segunda consideración tienden a desvanecerse. Por lo que solo quedaría revisar el discurso a la búsqueda de algo realmente inédito y original; o al menos autocrítico.
En ese sentido, en un pronunciamiento leído durante la reunión, se dijo que esta tenía por objeto hacer un llamado a una amplia unidad para construir un estado “democrático, soberano, pluricultural, descentralizado e integracionista”, aseveraciones lo bastante generales como para que nadie discrepe de ellas. Pero el documento continuaba. Y mencionaba el “grave peligro” de que en las próximas elecciones “triunfe otra vez una opción conservadora y autoritaria, que siga profundizando el modelo neoliberal, agudizando males que agobian a nuestra nación”: una fórmula que combinaba admirablemente la ceguera autocrítica con la monserga ritual.
¿No fueron varias de las fuerzas allí presentes las que empujaron a Fujimori en 1990 y a Humala en el 2006? ¿No estaban ahí acaso ministros y auspiciadores de los últimos cuatro gobiernos (incluyendo el actual) que ha tenido el país? Y si algunos de ellos devinieron luego en conservadores o autoritarios, ¿no les tocaba a los reunidos aclarar que parte de la responsabilidad de lo sucedido les concernía?
De otro lado, la satanización del “modelo neoliberal” –que, entendemos, es su forma de aludir al manejo relativamente ortodoxo de la economía que ha permitido el importante crecimiento del PBI y la igualmente importante reducción de la pobreza de los últimos quince años- parece, en efecto, la repetición de una milenaria imprecación mágica contra lo que no se comprende. Con el agravante de que nunca queda claro qué es exactamente lo que se ofrece para reemplazarlo, ni por qué lo que ha funcionado tan desastrosamente en otros países y otros momentos de nuestra propia historia –esto es, el intervencionismo económico-, habría de producir ahora milagros sin parangón.
Un frente, en suma, que si bien aún no ha nacido, ya exhala un humor rancio.