“El narcotráfico ya no es un poder paralelo en el Vraem”, sentenció el presidente Humala en su discurso ante el Congreso por Fiestas Patrias, y con ello cosechó aplausos que en otros momentos del mensaje le habían sido esquivos. En medio de tantas materias fundamentales omitidas o subestimadas –la desaceleración económica, la inseguridad incontrolable, los proyectos mineros paralizados–, una referencia así de contundente a un problema tan apremiante –han de haber pensado muchos– tenía que estar sustentada sobre datos incontrastables. Había que asumir, pues, que el Estado Peruano había retomado el control y la autoridad en un extenso territorio donde durante demasiado tiempo habían campeado los señores de la droga y sus socios de siempre, los terroristas.
No faltaron, sin embargo, quienes expresaron un cuidadoso escepticismo, cuando no una abierta discrepancia frente a la posibilidad de que la situación hubiese cambiado tanto en esa complicada región del país. Y el asesinato del cabo Crisólogo Antisana Miranda, ocurrido el 5 de agosto –es decir, apenas ocho días después del discurso– en la base militar de Mazángaro (una de las más de cuarenta que hay en el Vraem) pareció darles la razón.
El cabo Antisana, atacado a plena luz del día, vino a sumarse a una larga lista de policías y soldados abatidos –240 entre el 2005 y el 2014– en una zona donde la mayoría de tales crímenes queda impune. El ataque, además, fue interpretado como una represalia a la liberación de 54 personas secuestradas por Sendero Luminoso y a la intervención de un laboratorio de cocaína, producidas solo unos días antes. E hizo evidente lo difícil que resulta creer que el Estado tiene en el lugar el poder que asegura, cuando en medio de una presencia militar tan señalada se puede mantener a tanta gente esclavizada (el 27 de julio se había liberado a otras 39 personas) y matar con tanta facilidad a un efectivo de las fuerzas del orden.
Cabe preguntarse, no obstante, si acaso el gobierno ha adoptado en los últimos tiempos medidas que, en efecto y más allá de los preocupantes datos de las muertes y los secuestros, presten verosimilitud a la aseveración presidencial.
En ese sentido, la única cifra que el mandatario mencionó para sustentar su afirmación fue que 1.300 hectáreas antes destinadas al cultivo de hoja de coca estaban dedicadas ahora a cultivos alternativos (piña, cacao y café), lo que por supuesto es positivo. Pero, lamentablemente, olvidó aclarar que ese número representa solo un 26% de la meta de 5.000 hectáreas que se ha trazado como objetivo el ministro de Agricultura, Juan Manuel Benites, para el 2016. Y si consideramos que ya más de la mitad del año ha transcurrido, resulta obvio que las probabilidades de éxito del Plan de Desarrollo Productivo del Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro, impulsado por el gobierno, son bajas.
Por otro lado, es innegable que uno de los elementos que establece el poder de un Estado soberano sobre su territorio es el control del espacio aéreo. Según la ONU, empero, en el Vraem existen alrededor de ochenta aeródromos clandestinos, utilizados para el transporte en avionetas de mercancía ilegal a otros países del continente como Bolivia y Brasil. Y según un consultor en narcotráfico como Rubén Vargas, semejante cifra sería solo “una aproximación optimista”.
En cualquier caso, si, de acuerdo con la propia Dirandro, de 300 toneladas de cocaína producidas al año en el Vraem, entre el 30% y el 50% se transporta por vía aérea, ¿cómo se puede sostener que el narcotráfico no es un poder paralelo en la zona?
El Perú es uno de los países que encabeza la producción de cocaína en el mundo y, en lo que concierne a ese triste mérito, el Vraem es su capital. La cruzada contra esa lacra que penetra y corrompe prácticamente todas las esferas de la vida nacional (la política incluida) tiene que ser decidida y contundente, pero para ello quienes la lideran deben manejar y compartir con la ciudadanía cifras útiles para encarar la magnitud del problema.
Es responsabilidad de esas autoridades identificar dónde flaquean nuestras defensas y dónde fracasan los esfuerzos de lucha, en lugar de subestimar las fuerzas del enemigo con fines de obtener un efímero aplauso. Eso solo conduce a bajar la guardia y a desmoralizarse cuando el poder paralelo que se había dado por desterrado vuelve a sentirse tan robusto, corruptor y deletéreo como antes. Y ese es un lujo que no nos podemos dar.