Los feriados cumplen dos funciones. En primer lugar, permiten conmemorar una fecha, acontecimiento o personajes especiales para la historia nacional. En este contexto, también dan ocasión a los trabajadores del país para que tengan un día adicional de descanso.
Estos objetivos, por supuesto, deben mantener un equilibrio razonable con la necesidad de cualquier nación de trabajar y generar riqueza. El Congreso, sin embargo, ha ignorado absolutamente este balance. En los últimos tres años, los parlamentarios han creado cuatro nuevos feriados obligatorios para el sector público y privado (23 de julio por el Día de la Fuerza Aérea del Perú, el 7 de junio por el Día de la Bandera, el 6 de agosto por la batalla de Junín, y la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre). A ese ritmo, dejarán su gestión habiendo aumentado el número de feriados en casi un 50%.
La manera correcta de entender la dimensión del problema es tomando estas decisiones en conjunto con las vacaciones de ley –30 días para los trabajadores formales en planilla del régimen general–. El resultado es 46 días que los empleadores formales deben pagar sin que haya habido trabajo a cambio. Ello coloca al Perú como el país con más días de descanso de la región y uno de los más generosos del mundo (generoso con recursos ajenos, por supuesto).
En un país con prevalente informalidad, en el que siete de cada 10 trabajadores no están en planilla, este sobrecosto es un sinsentido. La medida perjudica a las relativamente pocas pequeñas empresas formales que deben pagar por trabajo que no reciben, y a los trabajadores informales, para quienes se eleva aún más la valla de acceso a la formalidad.
Al mismo tiempo, la interrupción de las operaciones hace que la economía en general pierda dinamismo. De acuerdo con Apoyo Consultoría, cada nuevo feriado puede costar 0,7 puntos porcentuales de crecimiento del PBI mensual, lo que se traduce en 0,25 puntos porcentuales menos de crecimiento anual, o una pérdida de más de S/2.000 millones de ingresos anuales. Sectores como la construcción, manufactura y servicios a empresas, que emplean a cientos de miles de trabajadores, son especialmente afectados. Incluso trabajadores del sector informal pierden ingresos. Los aludidos impactos positivos sobre turismo y actividades conexas no son suficientes para compensar el resto de la paralización. En otros sectores, las pérdidas no son solo económicas (ejemplos son la reducción de las horas lectivas para estudiantes, de los servicios del sector público o de las consultas médicas).
El Perú, además, es un país de productividades laborales bajas y enormes brechas de competitividad (en infraestructura, capital humano, penetración financiera, etc.). Según la observación del Ministerio de Economía y Finanzas a la autógrafa sobre el feriado del Día de la Bandera, la productividad por hora trabajada en el Perú es menos de la mitad de la de Chile o Argentina. Sobre eso, los legisladores han considerado adecuado montar un calendario de empleo formal en el que se deja de trabajar casi uno de cada cinco días. Es decir, en planilla, se trabaja menos que en el resto de las naciones comparables, y en el tiempo en el que sí se trabaja, se produce menos. ¿Cómo se espera promover inversiones con empleo formal de ese modo?
Los nuevos feriados son, pues, una muestra más del populismo que inunda el hemiciclo legislativo. Sin análisis económicos básicos, sin evaluación de ganadores o perdedores, o referencias internacionales, los congresistas legislan ciegos a evidencia o a recomendaciones expertas. A su salida, nos dejarán un país menos competitivo y más pobre del que encontraron al inicio de su gestión.