Editorial El Comercio

Ayer se inició la etapa oral del juicio por el , en el que hay 48 acusados (46 personas naturales y dos personas jurídicas, entre ellas el partido político) a los que se imputa una andanada de presuntos delitos, que comprende la organización criminal, el lavado de activos, la falsa declaración en procedimiento administrativo, la falsedad genérica y la obstrucción a la justicia. Entre los acusados destaca claramente, por su notoriedad política, la lideresa de Fuerza Popular, quien estuvo ya tres veces detenida, preliminar o preventivamente, por este caso, pero recuperó su libertad por disposición del Tribunal Constitucional en el 2020. Una circunstancia que, previsiblemente, ha concitado la atención de la opinión pública.

El caso, como se sabe, llega a juicio después de varios años y tras numerosas devoluciones del auto acusatorio al fiscal a fin de que se enmendasen omisiones y defectos detectados por el juez de control. No llega, pues, a esta etapa con la mejor de las carteleras, y tiene enormes retos por delante. El más arduo: demostrar que las donaciones de campaña a Fuerza Popular y su candidata, no registradas oficialmente como tales y ocurridas antes del 2019 (año en el que recién ese tipo de aportes fue considerado delito en la legislación peruana), fueron una forma de lavado de activos a cuyo fin el partido naranja se transformó en una organización criminal. Esto supone acreditar que el dinero de esas donaciones tuvo un origen criminal y que quienes lo recibieron lo sabían o debían presumirlo, lo que promete ser un dolor de cabeza para los fiscales. Los aportes bajo la lupa, como se recuerda, fueron hechos por Odebrecht, una empresa seriamente implicada en operaciones corruptas en nuestro país y muchos otros, pero eso no quiere decir que toda la plata que destinaron a financiar campañas tuviera un origen corrupto. Y aun en la eventualidad de que aquella que entregaron a la organización fujimorista lo tuviera, faltaría demostrar que quienes la recibieron lo sabían o debían presumirlo. Una tarea que, habida cuenta de la performance que han tenido hasta ahora, se insinúa cuesta arriba para los representantes del Ministerio Público.

Eso sin contar los otros inconvenientes que seguramente tendrá que superar la parte acusadora ante la gran cantidad de implicados. Así, el chaleco antibalas con el que el fiscal Pérez se presentó ayer a la audiencia buscando llamar la atención de las cámaras bien podría ser una expresión simbólica de la ráfaga de posturas forzadas que su equipo ha presentado para tratar de hacer calzar dentro de ellas los aportes ya aludidos.

En lo que concierne a Keiko Fujimori, específicamente, el pedido es de 30 años y diez meses de prisión y mientras más alejada esté de eso la sentencia final –para la que ciertamente habrá que esperar varios años más– peor quedarán quienes impulsaron las acusaciones. O, para decirlo más claramente, la imagen de que aquí ha existido una politización de la justicia y una criminalización de los partidos políticos se impondrá sin atenuantes. Este fenómeno, desde luego, se ha manifestado en muchos otros casos (más de uno manejado por el mismo equipo de fiscales), pero, sin lugar a dudas, este es el más emblemático.

No olvidemos que la etapa oral del proceso comprometerá, entre otras cosas, la declaración de unos mil testigos, lo que da una idea del tremendo juicio que recién empieza. Lo importante, sin embargo, es que para la ciudadanía quienes están sometidos a examen en esta coyuntura no son solamente los acusados, sino también los acusadores. O, en otras palabras, que estamos de alguna manera frente a un juicio doble.

Editorial de El Comercio

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