(Foto: El Comercio)
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Editorial El Comercio

Hasta hace no mucho, Lula da Silva, mandatario brasileño entre el 2003 y el 2010, era un ícono para muchos seguidores de la izquierda tanto a escala local como latinoamericana. Y el modelo económico planteado por el Partido de los Trabajadores (PT), que se caracterizaba por una fuerte actividad empresarial estatal, severas regulaciones impositivas y laborales, y restricciones a las importaciones, era un ejemplo para los entusiastas del denominado “capitalismo de Estado”.

Dentro de la aparente bonanza brasileña, sin embargo, germinaba una enfermedad cuyos síntomas externos recién se dejarían apreciar cuando la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, llegó al poder. Hacia el abrupto final del gobierno de la ahijada de Lula, la economía brasileña mostraba una inflación de dos dígitos, la devaluación de su moneda y dos caídas anuales consecutivas del producto bruto interno (-3,8% en el 2015 y -3,6% en el 2016).

Lo más grave, no obstante, tiene que ver con el escándalo de corrupción más grande de la historia de dicho país (el Caso Lava Jato), y cuyo eje central se halla precisamente en aquella empresa estatal que también era usada como el canon a imitar por quienes reivindicaban modelos socialistas, y que hoy es más bien el emblema de la corrupción latinoamericana: Petrobras. Como se sabe ahora, decenas de encumbrados funcionarios y políticos brasileños –principalmente del PT– negociaban y repartían millonarias obras encargadas por la empresa estatal a favor de compañías constructoras a cambio de ‘propinas’ y financiamiento para sus campañas electorales.

Una red de corrupción que habría llegado hasta el mismo ex presidente Lula, según dos instancias judiciales. La semana pasada, precisamente, un tribunal de Porto Alegre ratificó la condena que el juez Sergio Moro había impuesto contra el ex jefe de Estado por actos de corrupción y lavado de activos, y la aumentó de nueve a 12 años de prisión. Lula habría recibido un departamento tríplex en una zona exclusiva de Sao Paulo como un soborno de la constructora OAS, según la declaración del ex CEO de la empresa y colaborador eficaz, Leo Pinheiro. Y aunque el proceso no ha culminado, pues aún están disponibles recursos de impugnación ante la justicia brasileña, el panorama pinta bastante sombrío para Lula y el PT (que apuesta por el ex mandatario como su carta presidencial para las elecciones de este año), toda vez que se trata solo de la primera de varias investigaciones que enfrenta el líder del partido. Entre ellas se incluyen también denuncias de corrupción y colusión vinculadas con la millonaria compra de aviones suecos, la posible compra de un terreno para construir el Instituto Lula, tráfico de influencias, una denuncia para comprar el silencio del ex director de Petrobras en el marco del Caso Lava Jato, entre otras .

Vale la pena recordar, además, que las relaciones entre el PT y las constructoras brasileñas repercutieron también en el Perú. Conforme ha señalado Jorge Barata (ex superintendente de Odebrecht en el Perú) y ratificado por Marcelo Odebrecht en dos declaraciones, el ex CEO de la constructora brasileña gestionó un aporte de US$3 millones a favor del entonces candidato Ollanta Humala en el 2011, por pedido expreso de representantes del PT, dada la “proximidad ideológica entre el presidente Lula y el presidente Ollanta Humala” (palabras de Marcelo Odebrecht).

No vamos a sumarnos aquí a las destempladas voces que diagnostican la corrupción como parte inherente de algún credo político, pero sí podemos sugerir a quienes levantan las banderas de esquemas ideológicos y económicos demostradamente fallidos que, si acaso se animaran a lanzar una nueva oferta a la ciudadanía, se busquen un mejor modelito.