Esta semana publicamos en las páginas de la sección de Opinión de este Diario una columna de Diana Nelson, embajadora de Australia en el Perú, sobre las oportunidades de desarrollo compartido que puede ofrecer la actividad minera cuando se lleva a cabo con estrategia, consensos y marcos regulatorios adecuados. La embajadora destacaba los encadenamientos productivos que la minería había facilitado en su país –a través de oferta de alto valor agregado como software minero– y el trabajo conjunto con las comunidades indígenas para crecer de la mano y delimitar claramente las responsabilidades de cada quien.
En el marco de la feria de minería más grande del país, Perumin, que empieza mañana en Arequipa, no está de más destacar algunos pilares que hacen viable y provechosa la inversión minera. En primer lugar, un contrato social estable entre las comunidades, las empresas y el Estado es fundamental para tener relaciones de respeto y confianza que perduren por las décadas de convivencia que demanda cualquier proyecto minero. La institucionalidad de cualquier aventura de largo plazo debe trascender los liderazgos pasajeros de los líderes comunitarios, de los representantes empresariales y de los políticos nacionales de turno. Debe descansar, más bien, en reglas claras y capacidad para hacerlas cumplir. En el caso de Australia, los Native Title Agreements, según escribía la embajadora Nelson, sirven para resolver disputas y promover el desarrollo consensuado.
En segundo lugar, para garantizar la sostenibilidad de los acuerdos, estos deben ser percibidos como mutuamente beneficiosos para todas las partes involucradas, de modo que se reduzca el incentivo para cambiar las reglas o patear el tablero. Quizá no haya una mejor manera de hacerlo que los encadenamientos productivos que puede generar la minería como motor de desarrollo local. Desde maquinaria hasta servicios de software o ingeniería, la industria minera en el Perú tiene la escala para desarrollar clústeres de proveedores locales con potencial exportador. Sin necesidad de ir hasta Australia, de los esfuerzos en este sentido de la región de Antofagasta, en Chile, se puede tomar nota. Perumin puede ser ocasión para construir los cimientos del ansiado clúster minero del sur. No habrá comunidad más simpatizante de la minería que aquella que entiende que su desarrollo está atado a la operación minera.
En tercer lugar, el esquema tributario que enfrenta la minería debe ser justo, estable y competitivo. Del mismo modo, garantizar que los recursos fiscales que genera la actividad son invertidos apropiadamente ayuda a cerrar brechas sociales urgentes y da legitimidad a nuevos proyectos. Tan o más importante que recaudar bien es usar adecuadamente el canon y las regalías, pero de eso hoy se discute poco. Estrategias de acercamiento a la comunidad basadas en inversiones tempranas con proyectos de infraestructura, como el óbolo minero, tienen enorme potencial.
Algunos grupos políticos, como Nuevo Perú, presionan hoy para revisar contratos vigentes, modificar reglas tributarias razonables y tirar por la borda la poca institucionalidad de la que goza el sector minero en el país. Sin embargo, la convención minera de la siguiente semana debe servir para –a pesar de los ánimos caldeados– poner por delante una agenda realista y técnica de desarrollo minero sostenible y de beneficios compartidos. Si no se entiende hoy la importancia de un nuevo contrato social minero, quizá sea luego demasiado tarde. Zonas como Moquegua demuestran que se puede apalancar la minería para mejorar condiciones de vida de la población, en tanto que experiencias internacionales apuntan a que el camino de diversificación productiva de valor agregado a partir de la minería es tan posible como necesario. De eso se deberá debatir mañana. Después de todo, quizá la ruta más corta del Perú hacia Australia pase por Arequipa.