El Ejecutivo encabezado por el presidente Martín Vizcarra y el primer ministro César Villanueva ha tardado relativamente poco en dar a conocer su estilo de gobierno. Mientras otras administraciones ensayan facetas y temperamentos en los primeros meses de gestión hasta que encuentran la identidad que mejor les ajusta, el actual Ejecutivo parece haber dejado claro, desde el inicio, que su faceta de elección es evitar cualquier tipo de confrontación que pueda tener costos políticos, al margen de la justicia de la causa.
El último episodio de esta secuencia ha sido la derogación, por parte del Ministerio de Energía y Minas (MEM), de los decretos supremos que autorizaban la aprobación de cinco contratos de licencia para la empresa Tullow Oil. Los contratos tenían como objetivo la exploración y explotación de hidrocarburos en el mar del norte peruano. Como se sabe, los decretos en cuestión fueron firmados por el ex presidente Pedro Pablo Kuczynski horas antes de dejar la presidencia.
Es justo preguntarse si la promulgación a último momento de los decretos supremos a favor de la inversión petrolera –en un contexto de alta inestabilidad y descrédito político del anterior mandatario– fue una iniciativa adecuada. Después de todo, decisiones rodeadas de controversia y sujetas a presiones de distintos grupos pueden ganar mayor fuerza y legitimidad cuando son ejecutadas por un gobierno más estable. En ese sentido, dejar la firma al actual presidente podría no haber sido una mala idea.
No obstante, esta reflexión extemporánea no justifica –de manera alguna– el desconocimiento de decisiones oficiales anteriores, traducidas ya en normas, más aun cuando no han existido cambios en las circunstancias que las motivaron. Los decretos supremos, al fin y al cabo, no se firman a nombre del presidente de turno, sino que suponen un nivel de respaldo institucional de la nación para darles fuerza y legitimidad.
A pesar de que cualquier operación tendría que haber contado con estándares ambientales adecuados y que la contraloría no había encontrado irregularidades en la adjudicación de los lotes, el gobierno decidió ceder ante la presión de los gremios de pescadores artesanales y otros colectivos. Este retroceso pone cuesta arriba la posibilidad de recibir una inversión inicial de US$250 millones que, además de generar dinamismo económico, haría potencialmente al Perú menos dependiente del crudo importado.
Si bien no se llegaron a firmar contratos con la empresa petrolera, lo que esta decisión resta al clima de negocios y a la predictibilidad de la política pública nacional es obvio. La marcha atrás sin mayor justificación sobre una decisión legítima ya tomada y que afecta al sector privado es preocupante, pero ya no sorprendente.
La derogación se enmarca, de hecho, en la evidente agenda de no confrontación que ha adoptado el actual gobierno desde sus primeros días: a la “corrección” del alza de la tarifa del agua en Moquegua que había dispuesto la Sunass, se sumó prontamente la promesa de revisión de los contratos de concesión viales a partir de quejas por los peajes, la desautorización al ministro de Economía y Finanzas, David Tuesta, respecto de los cambios en el Impuesto a la Renta, la concesión a los gobiernos subnacionales para que puedan ejecutar una mayor porción de la reconstrucción del norte, entre otras aquiescencias. No sorprendería, así, que pronto se prometa revisar los cambios dispuestos en el ISC ante las protestas que ya se alzan por el precio de los combustibles.
Si es este un análisis acertado sobre asuntos que son relativamente chicos en la escala nacional, ¿con qué fuerza se espera poner sobre la mesa las reformas verdaderamente difíciles? ¿Qué posibilidades tienen de ser empujadas desde el Ejecutivo, por ejemplo, una reforma laboral, política o judicial? El gobierno anterior entró en un proceso de parálisis al perder poco a poco el apoyo de todos los grupos sociales y ser incapaz de contentar a ninguno. Gobernar intentando exactamente lo opuesto, sin embargo, es otra receta para el mismo fin.