Contaba hace unos meses en estas páginas el historiador Carlos Contreras Carranza que, en el último siglo de nuestra vida republicana, cada vez que a un Gobierno le ha tocado enfrentarse a un Parlamento de mayoría opositora la confrontación entre ambos se ha saldado con un quiebre del hilo constitucional, ya sea con una disolución del Congreso (como hicieron Augusto B. Leguía en 1919 y Alberto Fujimori en 1992) o con una asonada militar (como ocurrió con los golpes que depusieron a los presidentes José Luis Bustamante y Rivero en 1948 y a Fernando Belaunde Terry en 1968).
Vistos estos antecedentes, entonces, vale la pena destacar que en esta oportunidad la propuesta de adelanto de elecciones anunciada hace exactamente una semana por el presidente Martín Vizcarra durante su mensaje a la nación haya conseguido, aunque estirando al máximo sus costuras, mantenernos dentro del traje constitucional. Y, en ese sentido, resulta saludable que el mandatario haya optado por no escuchar las voces irresponsables que le exigían no solo un cierre ilegal del Legislativo sino también una liquidación de la Constitución que nos rige y una convocatoria a una Asamblea Constituyente.
Digamos pues que, aunque osada, la propuesta del presidente se instala dentro de los límites que nos han permitido ser una democracia –aunque no exenta de errores– en la que el poder se ha sucedido de forma ordenada a través de cuatro elecciones consecutivas (una circunstancia inédita en nuestra historia).
Ahora bien, que en los últimos 20 años hayamos cautelado el hilo constitucional no quiere decir que no se hayan producido algunas fisuras dentro de este, particularmente en la forma de políticos clamando por renuncias presidenciales o de mandatarios agitando un posible cierre del Parlamento como si ambas se trataran de meras espadas que se pueden blandir en coyunturas difíciles sin acarrear mayores efectos en el tejido del país. Una situación que, desde el 2016, escaló hasta el paroxismo con amenazas permanentes de, por un lado, vacancia presidencial y, por el otro, disoluciones congresales.
Que hayamos llegado hasta la frontera sobre la que hoy estamos parados arrastrando tres años de fuego cruzado entre poderes, sin embargo, no significa que ya no haya nada que esperar hasta la siguiente elección. Aunque pequeña, siempre existe una ventana por la cual bombear los ánimos chispeantes y tratar de encontrar una agenda que sea lo menos conflictiva posible entre el Gobierno y el Parlamento. Después de todo, la evaluación que la ciudadanía hace de ambos poderes en las tareas que les competen –en el caso del Ejecutivo, por ejemplo, las de manejar la economía o luchar contra la inseguridad ciudadana, y en el del Congreso, las de representación y legislación– les da a los dos bastante espacio para mejorar.
Con un acuerdo mínimo de colaboración, además, ambos no solo podrían evitar que sus gestiones terminen sin nada importante que lucir ante los ciudadanos (más allá de solo episodios pugnaces o ‘pechadas’), sino que también ayudaría a restarles abono a las opciones populistas que, sea desde el extremo izquierdo o el derecho, podrían emerger en el próximo proceso electoral, envalentonadas por el hartazgo ciudadano y el sentimiento de desgobierno.
En otras palabras, si bien el punto al que hemos llegado hoy no era el deseable desde el 2016 (cuando la ciudadanía, con su voto, decidió que el Ejecutivo y el Congreso quedaran repartidos entre fuerzas distintas), es positivo que el tren democrático no se haya descarrilado y que, aun con todos los problemas que carga encima, pueda seguir andando, aunque a menor velocidad. Y, si bien en la confrontación en la que estamos inmersos hoy las probabilidades de unos meses quietos son casi nulas, sí podemos pedirles a nuestras autoridades que el camino que queda desde acá hasta los próximos comicios sea lo menos turbulento posible.