Cambiar la Constitución, por Federico Salazar
Cambiar la Constitución, por Federico Salazar
Federico Salazar

De todas las ofertas electorales hay una sola que va más allá del ámbito electoral. Me refiero a la propuesta de convocar una asamblea constituyente para hacer una nueva Constitución.

Dos candidatos han propuesto una reforma constitucional como parte de sus ofrecimientos, Gregorio Santos y Verónika Mendoza. El primero plantea un referéndum y la segunda, una asamblea constituyente.

Ninguna de las vías ofrecidas es legal. La única forma legal de cambiar una constitución es a través de los mecanismos que ella misma establece. Se puede cambiar la Constitución, se puede cambiar toda la Constitución, recurriendo a sus propios mecanismos.

Cualquier constitución tiene prescrita la forma de su cambio. La tiene para que los cambios no sean un acomodo de la mayoría gubernamental o de un estado de opinión pasajero de la población. Pero, entonces, ¿cómo salimos de una Constitución que fue hecha a imagen y semejanza y sobre la base de la mayoría autocrática?

Toda asamblea constituyente está fuera de la ley vigente. Lo estuvo la de 1993, incorporada en eso que se llamó el Congreso Constituyente Democrático (CCD). Es típico de las dictaduras encargar a sus congresos, a sus mayorías, a los estados de opinión que las sostienen, la fabricación de un texto constitucional nuevo.

Para cambiar una tal constitución no se puede caer en el mismo juego. No podemos salir de una constitución de origen ilegítimo planteando otra de origen igualmente ilegítimo.

La legitimidad no se resuelve con el apoyo de la mayoría. La mayoría, cuando se aparta del derecho y la legalidad, se hace tirana y abusiva.

Un prestigioso hombre de derecho dijo alguna vez que el pueblo, “como titular del poder constituyente, se encuentra fuera y por encima de toda regulación constitucional”. Al poco tiempo, ese célebre pensador se convirtió en el jurista más notable del régimen nazi.

Ni siquiera el pueblo debe estar por encima de la ley. Ni siquiera la mayoría debe detentar poderes absolutos y sin límite. No debemos caer en la tentación de un poder constituyente “antes y por encima de la Constitución”, como planteaba Carl Schmitt.

Para salir de una constitución de origen autocrático no se puede adoptar los métodos de la autocracia. La asamblea constituyente no es una vía válida para la reparación del daño hecho al orden constitucional en 1992 y 1993.

El Congreso es elegido para legislar y fiscalizar. No se le puede encargar un mandato mayor al que le dan los votantes. 

La propuesta de crear una constitución adánica, “fruto de un debate plural y democrático” no tiene nada de democrática. Menos aún si se propone que los creadores sean “las fuerzas políticas que formarán el próximo Congreso”, como ha dicho Verónika Mendoza.

Una constitución se puede y debe cambiar punto por punto. No con un debate entre los congresistas, sino con un debate nacional, amplio y prolongado. Es un procedimiento lento, pero nos protege mejor de los estados de opinión momentáneos que suscitan las pasiones electorales.

El mandato debe ser específico y puntual, para que su cumplimiento pueda ser verificado. El elector no encarga “hazme una constitución”, sino algo más parecido a “necesito un rango constitucional para esta norma”.

Para cambiar la Constitución hay que alejarse de las elecciones generales. Hay que alejarse del poder constituyente concentrado. Hay que alejarse de la tentación de crear un nuevo orden a partir de una mera elección presidencial. 

La Constitución es un freno y un límite para los gobiernos. Protege a los ciudadanos de su poder y su influencia. Por eso, su cambio no debe ser parte de un programa gubernamental o una oferta electoral.

Ojalá Verónika Mendoza y Gregorio Santos revisen sus planteamientos de reforma constitucional. No deben tener miedo a replantear un tema que va más allá de cualquier propuesta de gobierno y del que depende, más bien, la eficacia de cualquier gobierno: la continuidad institucional.