¿Qué sabemos realmente sobre la corrupción? Para otros males sociales, como la desnutrición, la mortalidad infantil, la inflación y la pobreza, contamos con mediciones frecuentes que crean conciencia del problema y orientan las estrategias. Pero la corrupción es un mal de la noche, tan fácilmente escondida como exagerada. Además, robar lo que es de todos, como hacemos cada vez que pagamos una coima, parece no tener la claridad ética del acto de robarle a alguien en particular.
Existe un Índice de Transparencia Internacional, pero este compara, no niveles comprobados de corrupción –que rara vez existen– sino su percepción subjetiva, dato que se acerca al chisme. Según ese indicador, de 177 países estudiados, el Perú está lejos de los más honestos (Dinamarca, Nueva Zelanda) pero también de los más corruptos (Somalia y Corea del Norte), ránking que ha cambiado poco en diez años. La reciente ola de acusaciones a presidentes regionales y otros funcionarios quizá nos hará perder posición, pero en ese frente tenemos harta competencia. Incluso en Europa, la región del mundo menos deshonesta, el 50% de los ciudadanos entrevistados afirma que la corrupción ha aumentado en sus países.
El historiador Alfonso Quiroz elaboró una mirada de largo plazo al caso peruano, desde la época colonial hasta Fujimori, y su estudio fue publicado póstumamente hace un año. Quiroz concluye que la corrupción ha ido cambiando de forma pero que su nivel ha sido relativamente constante a lo largo del tiempo, fluctuando mayormente entre 2% y 6% de la producción nacional. En el siglo XX, los niveles más altos se habrían registrado durante el gobierno de Velasco y el de Fujimori. Sin embargo, en mi opinión sus cálculos descansan demasiado en las afirmaciones de acusadores, con frecuencia cargados de motivación política, y adolecen también de confusiones conceptuales, por ejemplo cuando no se distinguen los costos de una deficiente gestión administrativa de los del enriquecimiento ilícito y consciente. Los costos ocasionados por el colapso de bancos mal supervisados o de colegios mal construidos no necesariamente son atribuibles a actos de corrupción. De otro lado, es probable que Quiroz subestime la vastedad de la corrupción de pequeña escala que caracteriza al sector público.
Es igualmente difícil precisar las causas de la corrupción. Una de las teorías, la menos convincente en mi opinión, es la que asocia la degradación moral, y por ende la corrupción, con la pobreza, idea que siempre ha sido parte de la autoimagen de los grupos más acomodados. En su obra “Psicoanálisis de la corrupción”, el psicoanalista Saúl Peña señala: “En el Perú la pobreza, la miseria, no solo material sino también espiritual, es enorme, generándose una abismal diferencia entre el que tiene todos estos beneficios y el que no los tiene”. La población menos favorecida, dice, es en gran parte desnutrida y analfabeta “afectiva y culturalmente”, y vive en un medio familiar lleno de conflictos y abusos. Ojalá fuera cierto que la mejora económica nos vuelve más honestos.
Creo, más bien, que la corrupción está fuertemente enraizada en factores culturales que compartimos ricos y pobres. En su libro “Romper la mano”, el antropólogo Ludwig Huber describe un conjunto de “disposiciones socioculturales” que son favorables a la corrupción en el Perú, y que hacen posible que esta alcance una condición de normalidad que casi “la inmuniza contra cualquier medida de reforma”. Por ello, no bastará la mejora económica de nuestro país para acabar con este problema