Cualquier latinoamericano que haya viajado a Chile en años recientes ha podido ver con sus propios ojos lo que las cifras confirman. Es el país mas próspero y moderno de la región. Su nivel de pobreza (7,8%) es el más bajo y es líder regional en un sinnúmero de indicadores de bienestar. También es el país más libre del continente en términos civiles, económicos y personales. Está entre los países más libres del mundo según el “Índice de libertad humana”, cosa que se relaciona fuertemente con su progreso.
Pero Chile también muestra un nivel alto de desigualdad. En la escala Gini –en que la desigualdad total tiene un valor de 100 y la igualdad completa un valor de 0– Chile tiene un valor de alrededor de 50 (la mayoría de los países avanzados oscilan entre 25 y 35 en esa escala). Los críticos afirman que, si bien ha habido avances, el modelo chileno es responsable por producir y sostener la desigualdad que favorece a una élite privilegiada a expensas de los demás. Si el sistema en sí es injusto, la gente lo va a rechazar.
Justamente con ese relato llegó al poder la actual presidenta, Michelle Bachelet, y lo ha usado para promover cambios radicales al llamado modelo chileno. El enfoque sobre la desigualdad se instaló en la agenda política una vez que el anterior presidente Sebastián Piñera, de centroderecha, la identificó como el principal problema del país. No importa que los críticos ignoren que Chile ha sido un país muy desigual por 500 años, independientemente de sus regímenes políticos o económicos. O que las reformas propuestas son políticas que practican países como Brasil, que tiene peores resultados sociales y económicos y niveles más altos de desigualdad.
Ahora el economista Claudio Sapelli de la Universidad Católica de Chile ha publicado un libro (“Chile: ¿más equitativo?”) que hará a muchos repensar sus supuestos. Basándose en los últimos datos y encuestas, encuentra que Chile es muchísimo más equitativo de lo que la gente piensa y hasta se destaca a nivel mundial. Primero muestra que desde fines de la década de 1980, la desigualdad ha caído en 14 puntos (Gini), que es bastante rápido y que concuerda con otra data que muestra la misma tendencia de largo plazo.
Segundo, si uno mira lo que dicen los números según la edad de la gente, o por generaciones, hay una disminución marcada en la desigualdad. En la medida en que uno pasa de una generación joven a una más vieja, aumenta la desigualdad dentro de esa generación. En 17 años, la desigualdad de ingresos entre quienes tienen 35 años cayó 10 puntos. Lo mismo ocurre con la educación. Entre los chilenos de 55-64 años, menos del 40% gozaron de educación secundaria, mientras que el 85% de los chilenos entre 25-34 años de edad han tenido acceso a esa educación. En ese indicador, Chile supera el promedio de los países avanzados.
La educación y el ingreso están relacionados, pues la educación permite obtener mayores ingresos siempre y cuando existan mayores oportunidades. Evidentemente, eso es lo que ha estado ocurriendo en Chile. Ha permitido una mayor movilidad social. Por ejemplo, Sapelli mide cuánto depende la educación del niño de la educación del padre y encuentra que es cada vez más independiente de la del padre, comparable con los países avanzados. El autor también muestra que la movilidad social chilena es alta e incluso afecta a los más ricos. A lo largo de un período de diez años, la mayoría de la gente que inicialmente se encontraba en el decil más rico lo abandonaba. Sapelli dice que no es correcto hablar de barreras sociales hacia arriba y agrega que “Chile es una sociedad más móvil que Francia, Estados Unidos y Alemania”.
Si buena parte de la pobreza en Chile es transitoria y no permanente, como sugiere la alta movilidad, las políticas deben enfocarse en ello en vez de crear programas para una clase persistente de pobres. Y, por supuesto, no se deberían revertir las políticas que han producido tanto progreso.
El libro de Sapelli rompe mitos y merece ser leído no solamente por chilenos.