Como van las cosas, en junio sabremos en qué acabará todo esto. Habremos elegido en segunda vuelta a un nuevo presidente de la República. Mientras tanto, cinco meses claves habrán trascurrido para anticipar nuestro futuro económico durante el próximo quinquenio.
Dada la forma como nos gobierna el actual mandatario y como va evolucionando la economía mundial, las incertidumbres prevalecen y ciertos escenarios aparecen razonablemente dibujados.
Quien llegue a ocupar el sillón presidencial descubrirá que el precio de la gasolina está embalsado hacia arriba, que la gente ya se dio cuenta de que la están esquilmando y poco les importará que con ello se esté financiando alguna megaobra. De hecho, el mismísimo Banco Central de Reserva no está nada feliz con el manejo político de los precios de los combustibles (como ya lo expresa públicamente). Imagínense entonces cómo se comportará frente a otro gobierno y con un directorio de salida.
Asimismo, quien sea elegido tendrá que escuchar que los motores de la economía están apagados, que cada vez exportamos menos y que la inversión privada se cae trimestre a trimestre. A diferencia de lo que repitieron en campaña, descubrirá que este cuadro no se puede compensar inflando el gasto fiscal porque la recaudación tributaria está en caída libre mientras que la escala del déficit no deja de inflarse. Una situación por la cual tendrá que considerar disyuntivas impopulares (resignar gastos, ajustar impuestos o tomar deudas o ahorros ajenos). Y descubrirá, también, que el guardadito fiscal –el llamado Fondo de Emergencia Fiscal– ya fue adelgazado por el hiperactivo gasto del gobierno saliente.
El 28 de julio, además, le tocará la puerta el precio local del dólar y la sostenida hemorragia de divisas de los últimos dos años. Aquí me imagino el súbito cambio de discurso de la abrumadora mayoría de los candidatos que hoy no dicen una sola palabra coherente para reactivar el influjo de inversión extranjera e inversiones de portafolio hacia nuestro país.
Pero quien finalmente sea elegido descubrirá algo más complejo e intrincado de resolver que todo lo anterior. Mientras el grueso de electores desea el camino fácil (más gasto público, cero ajustes, subsidios, dólar congelado y crédito abundante), las tareas requeridas para reconstruir la suerte y la imagen de la plaza resultan otras, y su implementación requiere de un liderazgo claro (esa capacidad de explicar tajantemente dónde estamos, qué cosas no podemos hacer y qué reformas duras tendremos que implementar para recomponer nuestra suerte). Un liderazgo que no muestra ser muy abundante entre la mayoría de mudos, versátiles y demagogos que hoy postulan.
Es cierto, este cuadro no sería un problema terrible si existiesen instituciones que limiten cualquier exabrupto. Pero ese no es nuestro caso. El riesgo aquí es que podemos terminar eligiendo a uno de los mudos, versátiles y demagogos. Y este candidato –sin mayores capacidades como gobernante– correrá a rienda suelta.