Una justificada conmoción han causado las cifras de empleo y producción reveladas el lunes pasado. Según el INEI, más de 2,3 millones de personas perdieron su empleo en Lima Metropolitana entre marzo y mayo de este año, lo que equivale, en la práctica, a la mitad de la fuerza laboral. La caída en la producción nacional fue igual de brutal: el PBI de abril cayó en más del 40% con respecto al mismo mes del año pasado.
Para poner estas cifras en perspectiva, tomemos las previsiones de crecimiento del Banco Mundial, publicadas la semana pasada. Estas pronostican una contracción del PBI peruano del 12% en el 2020; cuatro veces la caída promedio en todos los países del mundo (-3%) y 3,2 veces la caída promedio en los países de Latinoamérica y el Caribe (-3.7%).
Diversos economistas han intentado explicar la diferencia buscando las causas en la informalidad o en las precariedades del Estado Peruano (infraestructura de salud deficitaria y procedimientos que retrasan la entrega de ayudas financieras a familias vulnerables y a mypes). Yo creo que, si bien estas razones explican parte del problema, no pueden explicar por qué el impacto de la pandemia va a ser varias veces más alto en el Perú que en el resto del mundo.
En mi opinión, la diferencia se debe a que tenemos un Gobierno que hasta hace muy poco solo fue consistente en una cosa: en suponer que la lucha contra el COVID-19 empezaba y terminaba con la cuarentena. Que mientras más estricta, mejor, aunque ello incentivase las aglomeraciones cuando se podía salir. Que no cambió de libreto ni siquiera cuando ya era evidente que los contagios siguieron aumentando durante la cuarentena (los análisis que lo demostraban fueron publicados el 19 de abril). Que cuando decretó la paralización de la economía, nunca planeó cómo reactivarla (recién el 24 de abril anunció la creación de una comisión para evaluarlo). Que solo quiso escuchar a quienes le daban la razón. Que nunca tuvo una estrategia para el mercado laboral. Que, a pesar de los desastrosos resultados económicos que ya se preveían, siguió espantando la inversión con anuncios de nuevos impuestos y controles de precios (de los que la ministra de Economía quiso desligarse sin explicar por qué votó por pedir facultades legislativas para implementarlos). En resumen, porque combatir una crisis requiere de liderazgo, responsabilidad y un equipo de técnicos más capaces que lo habitual, mientras que nosotros tenemos el Gobierno que tenemos.
Es triste, pero si vemos el tema con un poco de perspectiva, la ineficacia del Gobierno no debería de sorprendernos. Con poquísimas excepciones, el presidente ha mostrado su preferencia por ministros que acepten firmar lo que les proponga sobre técnicos experimentados y con una reputación que arriesgar. Recordemos cómo se aprobó el decreto por el que el exministro de Economía David Tuesta prefirió renunciar antes que firmar.
Lamentablemente, en el Perú de hoy, no importa cuánto se le advierta al Gobierno de sus errores o cuán bien sustentadas estén esas advertencias. No escucha, no se deja ayudar y, mucho menos, cambia de rumbo. Su único compromiso es con su popularidad. Por ello, la pandemia va a generar varias veces más dolor entre los peruanos que el que hubiésemos sufrido si tan solo tuviésemos un Gobierno tan competente como el promedio.