La formalización como estrategia para salir de la pobreza es imaginada como entrar al ascensor de un rascacielos. En un toque y casi sin esfuerzo propio, el trabajador formalizado vuela desde el primer piso, donde es un “explotado”, a un mundo en las alturas, donde recibe uniforme, capacitación, generosos beneficios sociales y un trabajo “decente”, donde hay seguridad plena y todo está bien y uno es prácticamente clase media en un santiamén. El mero cumplimiento de las normas tendría así un poder potente, casi mágico, para salir de la pobreza. Pero si bien la visión tiene elementos de verdad, merece algunas observaciones.
Primera, una dosis de realismo laboral. Gran parte del trabajo efectuado en el sector formal es casi trabajo de robot, altamente repetitivo, y de poco conocimiento técnico, iniciativa o criterio propio. Y, por lo tanto, de poco potencial para el desarrollo del capital humano. Piense en el personal que pasa ocho o más horas al día parado cortando y envasando espárragos, verificando la limpieza de botellas embotelladas, lavando platos en restaurantes, colocando productos en los estantes de supermercados, operando máquinas de café, haciendo delivery de pizzas o productos de farmacia, labrando la tierra en grandes haciendas. No sorprende que el sueño común –y la práctica frecuente– de muchos de esos trabajadores sea poner un negocio propio e independizarse.
Segunda, el ascensor a la formalidad solo tiene espacio para un puñado de personas, aunque los que quieran entrar sean millones. Agrandar o multiplicar los ascensores rápidamente no es una opción porque son costosísimos, tanto por el encarecimiento que producen las normas como por las fuertes inversiones en equipos y en gerencias que requiere la alta productividad formal. Mientras esperan su turno en el ascensor, la gran mayoría de los pobres debe seguir viviendo en la condición de excluidos, trabajando en empleos “no adecuados” y con remuneraciones que no son “dignas”.
Ciertamente, es posible hacer ajustes al modelo, como aumentar la carga máxima del ascensor de ocho a diez personas, y así reducir la demora fraccionalmente, como pretende la reciente ley de empleo juvenil. Pero, al final, la estrategia no dejará de estar acompañada por desigualdad entre los que entraron y los que aún no han ingresado al ascensor, y de las resultantes tensiones políticas y sociales.
Felizmente, la formalidad no es un requisito para salir de la pobreza. En vez de volar por ascensor, se puede salir caminando a pie. Si bien se trataría de una estrategia también lenta, tiene la gran ventaja de estar al alcance de todos al mismo tiempo. En vez de gran salto para un pequeño número, existe la alternativa de pequeños saltos para la mayoría de pobres. Los elementos de esta segunda estrategia son una multitud de programas y obras que elevan la productividad y las condiciones de vida de la población mayoritaria, pero, además, el desencadenamiento de la energía e iniciativa propias de esa población. Y, de hecho, la mayor parte de la reducción en la pobreza lograda en la última década se debe no a los viajes en ascensor sino a pie. La mayoría sigue siendo informal, pero menos pobre, menos enferma y más nutrida. Para seguir progresando, es importante que continúe el avance de la formalidad, pero no desdeñemos el camino a pie, de las pequeñas mejoras que se pueden seguir dando en el mundo informal.