La incorporación obligatoria de los trabajadores independientes a los esquemas de ahorro previsional ha generado una inusitada defensa de la libertad individual. En esencia, se critica que el Estado se inmiscuya en las decisiones de las personas acerca de su propia vejez.
Con poco rigor, se ha sentado en el banquillo a las AFP, que no fueron las autoras de la ley sobre esos aportes ni son la única opción disponible, cuando la cuestión de fondo debería ser si el Estado debe obligar a los trabajadores, asalariados e independientes, a ahorrar para su retiro.
Los argumentos de ese verdadero debate, lamentablemente, no se han dejado sentir. En lo personal, encuentro razones atractivas a favor y en contra. Ninguna de las cuales tiene que ver con el mero hecho de que nos impongan algo cuando ya somos mayorcitos, como postulan algunos simplonamente, olvidando que el Estado obliga a muchas otras cosas como obtener pasaportes para viajar o pagar impuestos.
Lo que resulta extraño es que este ímpetu liberal haya brotado tan enérgicamente respecto de una materia que resulta ser controversial y no en otros ámbitos más evidentes de la legislación laboral en donde la libertad individual se encuentra mucho más comprometida.
Efectivamente, bajo el discutible principio de que los derechos laborales son irrenunciables, se impide a trabajadores asalariados y empresas pactar libremente condiciones laborales distintas a las establecidas normativamente, a pesar de que les resulten económicamente satisfactorias.
Es decir, aun si la gente pobre de Pampamarca que no tiene nada para comer aceptaría trabajar en un empleo modesto que no paga mucho o que no puede conceder 30 días de vacaciones, la legislación laboral se lo impide. Muéranse de hambre, les dice el Estado, pero ustedes no trabajan por menos del sueldo mínimo o sin sus vacaciones completas.
Del mismo modo, los trabajadores están impedidos de negociar con sus empleadores cosas como el no registrar su hora de ingreso o salida; o prohibidos de renunciar a sus gratificaciones y recibir a cambio un ingreso extra todos los meses porque así manejan mejor su presupuesto familiar.
Todo el enrevesado esquema de la legislación laboral está construido sobre este mismo principio de que los trabajadores deben ser protegidos de sus diabólicos empleadores y que no pueden decidir por sí mismos. No solo tienen un menú fijo de derechos y deberes que les impone el Estado por ‘default’, sino que no pueden renunciar a él por más que hacerlo les resulte conveniente.
Las empresas, por su parte, no pueden arriesgarse a pactar nada distinto con los empleados que así lo quieran, porque la ley y las resoluciones judiciales pueden revertir esos acuerdos más adelante. Esto incluye, por ejemplo, que un trabajador no pueda acordar con su empresa una reducción de sueldo, sea porque no funcionó en el puesto o porque ya no quiere tener una responsabilidad tan estresante. Puedes renunciar a esa empresa, le dice el Estado al trabajador, pero no te puedes quedar ganando menos.
Como se sigue de estos ejemplos, los trabajadores asalariados padecen innumerables limitaciones en el ejercicio de su libertad en materias mucho más elementales que la obligación del ahorro pensionario. Ojalá los defensores de la libertad individual que han aparecido recientemente estén igualmente dispuestos a pelear por sus compañeros de la PEA que no pueden deshacerse de todas las imposiciones absurdas de la legislación laboral.