La promesa electoral del gas a 12 soles era innecesaria, si lo que se pretendía era ponerlo al alcance de la gente de menores ingresos, habida cuenta de que entre los años 2004 y 2010 el consumo de GLP (gas licuado de petróleo, que es el que se usa en las casas) había subido en 98%. Personalmente, no recordamos haber cocinado el doble ni haber dejado prendida la terma, y lo mismo puede decirse de la mayoría de casas en San Isidro, Miraflores y otros distritos residenciales. El aumento del consumo, sin ninguna duda, venía de otro lado.
Pasadas las elecciones, aquella promesa se volatilizó como el mismo gas. Y mientras el gobierno nos explicaba que nunca dijo exactamente lo que todos oímos, el consumo de GLP subía otro 40%. En diez años prácticamente se ha triplicado. Durante todo ese tiempo, el precio casi no se ha movido. Recién en los últimos meses ha bajado un poco. Lo que ha sucedido es que un amplio segmento de la población ha dejado de usar kerosene y otros combustibles y los ha ido reemplazando por GLP, a medida que su creciente poder adquisitivo se lo permitía.
Podemos sacar dos lecciones de esta pequeña historia. La primera, que la gente no necesita subsidios para sustituir un combustible por otro que sea más eficiente o menos nocivo. A medida que crece el ingreso, crece la demanda por mejores productos, aunque no sean los más baratos.
La segunda lección es que a todos nos gusta que nos regalen cosas. Aunque podamos pagarlas, no nos molesta que nos las den gratis. Lamentablemente, el crecimiento económico no hace a la gente inmune a la demagogia. Podemos estar seguros de que en las próximas elecciones escucharemos similares promesas y que esas promesas jalarán votos. No porque la gente crea que se van a cumplir, sino porque intuye que el candidato que más promete es aquel al que más se le podrá reclamar como presidente.
Un nuevo capítulo en la historia del GLP se ha escrito en estos últimos días. El abastecimiento estuvo limitado temporalmente debido a la desafortunada coincidencia –o quizá no sea coincidencia para los entendidos en la ciencia del clima– de una reducción en el caudal del río, que dejó expuesta la tubería que trae el gas a la costa y motivó una reducción de la producción, por un lado, con un oleaje anómalo que impidió la entrada al puerto de los barcos que lo transportan de Pisco al Callao, por otro. La situación se prolongó lo suficiente como para que las reservas de 15 días que los distribuidores están obligados por ley a tener se comenzaran a agotar. La escasez, naturalmente, hizo subir el precio. ¡Especulación!, se escuchó gritar por allí. A lo cual la ministra Rosa María Ortiz ha reaccionado planteando un cambio en la regulación para incrementar las reservas obligatorias a 30 días.
Esperamos que la ministra haya sopesado debidamente los costos y beneficios de ese requerimiento adicional, que al nivel actual de consumo significa almacenar 750 mil barriles más de GLP, equivalentes, si el cálculo no nos falla, a 10 millones de balones de gas. El costo de mantener ese inventario obviamente terminará trasladándose al consumidor. Lo que el consumidor gana a cambio es la tranquilidad de no sufrir un desabastecimiento futuro. Pero el oleaje que lo ha causado es un evento que no había ocurrido en cinco años. Quién sabe sería mejor explicarle eso al público.