¿Qué haría, estimado lector, si le ofrecieran un trabajo cuyo objetivo es quedarse sin él? En otras palabras, trabajar para que en el futuro su empresa no tenga la necesidad de contar con el mismo puesto que hoy le ofrecen. Algo así como un trabajo suicida.
Aunque muchos no lo quieran creer, esa debería ser la finalidad última de los reguladores en el Perú (y, ¿por qué no?, de muchas entidades públicas): lograr que los mercados lleguen a funcionar adecuadamente sin intervenir en ellos. Que los proveedores compitan entre sí para ofrecer los mejores productos y precios a los consumidores, con quienes puedan contratar libremente, en base a información transparente y suficiente.
Esto, por supuesto, no siempre es posible. Los organismos reguladores entran a tallar allí donde las fallas de mercado –como monopolios naturales, asimetrías informativas o externalidades– impiden obtener los beneficios del libre intercambio de bienes y servicios en un entorno competitivo.
Regular, sin embargo, es extremadamente difícil. Cualquier economista, ingeniero o abogado que trabaja en regulación lo reconoce. Si se pone una tarifa muy baja, se puede desincentivar la producción del servicio y provocar escasez. Si es muy alta, generar sobreproducción. Si se regula en función a costos, se puede incentivar la sobreinversión y la ineficiencia productiva. Si se regula en función a precios topes, pueden caer los estándares de calidad del servicio para generar ahorros. Y en todos los casos es sencillo equivocarse, pues obtener información confiable y procesarla es bastante complejo.
La regulación tarifaria tiene, pues, por definición, naturaleza excepcional y vocación transitoria. Lo ideal sería que un mercado logre niveles de competencia y transparencia que eliminen la necesidad de regularlo o, al menos, reducir la regulación a lo indispensable. Esto no es utópico y el regulador de las telecomunicaciones en el Perú, Osiptel, acaba de dar un paso importante en esa dirección.
Durante la semana pasada, presentó en audiencia pública su propuesta para desregular la telefonía fija. Sí, ese aparatito empolvado y olvidado en su casa, con un auricular y conectado a un cable. La data sustenta el planteamiento: desde el 2009, el número de líneas fijas dejó de crecer. Al 2018, había 2,7 millones de líneas fijas en servicio, frente a 42 millones de líneas móviles. El tráfico local de teléfono fijo a fijo cayó de 129 minutos mensuales por línea en el 2013 a solo 36 en el 2018, y el tráfico fijo a móvil decrece sostenidamente desde el 2016. La telefonía móvil y la comunicación basada en Internet están sustituyendo al teléfono fijo.
Hace unos días también, el Osiptel publicó un reporte que comparaba los principales atributos (precio, minutos libres, megas, aplicaciones libres) que ofrecían las compañías móviles (Movistar, Claro, Entel y Bitel). Un ejercicio interesante que, presentado en una aplicación o plataforma amigable, puede generar más competencia y empoderar más al consumidor.
De eso se trata. De fomentar más dinamismo en el mercado, que las empresas saquen más promociones, que tengan más flexibilidad para ofrecer planes tarifarios, que haya mayor despliegue de infraestructura, más rapidez en la celebración de contratos y menos papeleo y requisitos burocráticos. Y, también, sanciones fuertes cuando las operadoras incumplan lo pactado con sus clientes o restrinjan injustificadamente la competencia.
La escuela del ‘public choice’ nos advierte de un peligro: el ente regulador siempre estará tentado a regular cada vez más, pues necesita justificar su existencia y no perder su cuota de poder. Valga entonces la ocasión para saludar la decisión de un regulador que al parecer ha sabido anteponer los intereses generales a los propios. Y que este regulador y otros continúen por el mismo camino: el de trabajar para lograr, algún día, su desaparición.