Luis Carranza fue un peruano ilustrado de hace un siglo, ayacuchano, médico, director de El Comercio, y uno de los creadores del Partido Civilista. Fue además fundador de la Sociedad Geográfica de Lima y en uno de los primeros tomos del boletín de esa sociedad compartió sus ideas acerca del triste estado del indígena en las “retiradas regiones de la República”. El retrato de Carranza fue el de un retraso fundamentalmente espiritual. Habló de abatimiento moral, disolución social, anonadamiento de personalidad y paralizada intelectualidad. Para él, el retraso económico del indígena era claramente inseparable de su hundimiento moral. El camino de salida, entonces, pasaba por un avance en ambos frentes, el económico y el espiritual.
¿Pero cómo fue la salida del retraso en otros países? En su obra maestra titulada “De campesinos a ciudadanos franceses”, el historiador Eugen Weber ha descrito el camino de la modernización de la Francia rural, avance que, en su interpretación, se dio hace apenas un siglo. Mucho del retrato que pinta Weber se refiere también a los aspectos morales y culturales del campesino francés.
Para Weber, hace siglo y medio la mitad de los franceses no hablaba el francés. Sus idiomas eran locales, bretón, flamenco, corso, alsaciano y otros. Además, la Francia rural era un mundo salvaje. Un personaje de Balzac comenta que “no se necesita ir a América para ver a salvajes”. El prefecto de un distrito pirineo comenta que la población de esos valles “es tan brutal como los osos que se crían allí”. Y un terrateniente del siglo XIX dice: “Los campesinos son animales de dos patas, que apenas se parecen a un hombre. Su ropa es inmunda... La mirada apagada no evidencia el mínimo destello de reflexión en un cerebro moralmente y físicamente atrofiado”. El contexto de la vida rural justificaba el temor y la desconfianza. Gran parte del territorio consistía en bosques, difíciles de caminar y peligrosos por la presencia de lobos y bandoleros. Vivían acechados por abogados y autoridades, todos vistos como lobos humanos. Pero el peligro mayor parece haber sido el vecino, si nos atenemos a la evidencia del crimen rural: robo, violación, incendios deliberados, infanticidas y parricidas.
Medio siglo más tarde, recién a inicios del siglo XX, la vida rural en Francia se había civilizado sustancialmente, y la realidad en el campo se aproximaba finalmente a la orgullosa autoimagen de una nación francesa, fraternal e igualitaria, un pueblo integrado materialmente y moralmente. Como escribió un francés en esos momentos, “la continuidad ha colapsado. Ya no es evolución, es una verdadera revolución”. Cambiaron las prácticas, tanto las matrimoniales como las de cultivo. Las fiestas ancestrales desaparecieron y se adoptan las celebraciones nacionales. Y mejoran la producción y los jornales.
Weber documenta un conjunto de factores que contribuyeron a esa revolución. El que más enfatiza fue la multiplicación de caminos, sobre todo los vecinales. “El antiguo sistema de carreteras y ferrocarriles –afirma– era solo un esqueleto”. Servía al gobierno y a las ciudades, pero tenía poco que ver con los hábitos y las necesidades populares. Lo que produjo la buscada multiplicación de caminos que transformó la vida rural fueron los caminos secundarios o vecinales. Como dijo el prefecto de un distrito rural en 1867, “caminos, caminos y más caminos. Esa es la economía política del campo”. Y el hada que finalmente los hizo aparecer fue la democracia, el creciente peso del voto popular.
Carranza había tenido la misma intuición. Su análisis moral incluyó la propuesta muy práctica: “Para llevar el movimiento y la vida a esas regiones hoy aisladas del mundo exterior, nada sería más eficaz [...] que facilitar por medio de nuevos caminos la comunicación”. Su propuesta se está cumpliendo, también gracias a la democracia descentralizadora. Lamentablemente, esa democracia tardó cien años más en llegar al Perú que a Francia.