Si hace unas semanas criticábamos en esta columna el conservadurismo de privilegios de parte la derecha peruana –distinto a la defensa del modelo económico–, hoy podemos cuestionar una variante conservadora de la izquierda: insistir en el fracaso.
Partamos de la premisa de que todos los partidos políticos persiguen el bien común (al menos eso, ¿no?) y objetivos similares como la reducción de la pobreza, mejoras en la educación y universalización de la salud. El norte está claro, la diferencia está en la ruta.
Mal haríamos en pedirle a la izquierda peruana que cobijen los instrumentos de una economía de mercado. Seamos realistas. Ese olmo jamás dará peras.
Lo que sí podemos consultarle, sin embargo, es qué están dispuestos a inmolar por preservar “su modelo”. ¿Serían capaces de provocar más pobreza con tal de castigar a las grandes riquezas? ¿Aceptarían agudizar la informalidad laboral a costa de dar “más derechos a los trabajadores”? ¿Tolerarían un incremento en el analfabetismo siempre que escuelas y universidades paguen más impuestos? ¿Preferirían soportar más muertes por COVID-19 antes que permitir la colaboración privada en la adquisición de vacunas?
Imagino que Verónika Mendoza, Marco Arana o Pedro Castillo –para mencionar a algunos de los postulantes presidenciales de ese espectro de pensamiento– creen que el Perú es inmune a los aprendizajes de la historia universal, y fantásticamente podría funcionar aquí una economía basada en el Estado y no en el esfuerzo privado. Aun si les otorgáramos el beneficio de la duda, cabe preguntarse qué es lo que harían si el plan A no funciona. ¿Enmendarían el camino por el bien de los peruanos o insistirían por el sendero del despeñadero?
Aunque las interrogantes sobre Venezuela, Cuba o Argentina les resulten incómodas a los líderes de la izquierda local, sirven precisamente para hacernos notar si los anteojos con los que perciben la realidad tienen la medida correcta o andan empañados.
Sus respuestas sobre Maduro, Chávez o Castro nos muestran, por el ejercicio de la comparación, su visión de país y gobierno y –más importante aún– sus prioridades. ¿Qué prima para ellos? ¿El bienestar de la población o su ideología? ¿Cuántos derechos ciudadanos están dispuestos a sacrificar por perseverar en su quimera de siniestra?
Porque es ilógico pregonar la lucha contra la pobreza y respaldar a un gobierno como el de Nicolás Maduro en Venezuela o Cristina Fernández en Argentina. Resulta absurdo reivindicar la libertad de expresión y el derecho a la protesta, e idolatrar a regímenes dictatoriales como los de Cuba y China. Es nada menos que hipócrita demandar el respeto de los derechos humanos y derretirse en lisonjas hacia asesinos como Mao o el Che Guevara.
Y, sin embargo, encontramos paradojas de ese estilo en las declaraciones indulgentes de Roberto Sánchez (cabeza de la lista congresal de Juntos por el Perú) hacia Maduro, en los tuits de Arturo Ayala (postulante de JPP) de bochornosa pasión por Mao, Guevara y el comunismo chino y cubano, o en las expresiones de Verónika Mendoza y Marco Arana, quienes parecen preferir que haya menos vacunas con tal de que ningún privado las comercialice.
Si el castrismo y el chavismo fueron un virus en la región, Juntos por el Perú y el Frente Amplio se exhiben como la nueva cepa. Y eso, evidentemente, genera preocupación en sus candidaturas.
Porque los líderes de la izquierda tienen, por supuesto, el derecho de creer que, por alguna mágica razón, funcionará en el Perú aquello que en el resto del mundo fracasó. Pero si aspiran a gobernar el destino de todos los peruanos, deberían recordar que, a diferencia de cuadernos y carpetas, no existen gafas solo para zurdos.
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