Hoy, mientras bamboleaba una sartén, recordé la memorable mañana que vi a mi padre tratando de freír un huevo: la franela de su piyama celeste, la pita colgando del pantalón, su parsimonia dominguera. Para entonces, llevaba parte de mi infancia viéndolo preparar recetas médicas en su trastienda. Su balanza recibía los miligramos requeridos y la mano no le temblaba aunque la pesa tuviera el grosor de una pestaña. Cómo dudó, sin embargo, antes de romper aquel huevo: del químico que canturreaba entre morteros solo quedaba un náufrago orillado en la cocina.
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