Antielecciones, por Carlos Meléndez
Antielecciones, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

El proceso electoral que tenemos al frente es, a todas luces, irregular. Tachas, exclusiones, denuncias, renuncias, fallos y contrafallos han generado un ambiente hostil para que el ciudadano pueda cumplir con su derecho de elegir. De hecho, no se discute si las elecciones han perdido legitimidad, sino la magnitud y el alcance de esta pérdida (como lo menciona Jaime de Althaus). Las autoridades electorales quedan golpeadas afectando a la legitimidad del régimen democrático en su conjunto (como señaló Arturo Maldonado). El desprestigio abarca desde los asesores, consultores y analistas que han metido su cuchara hasta posiblemente el próximo gobierno que saldrá de unas urnas con opciones limitadas. El resultado son unas antielecciones que se suman a un funcionamiento ya deficitario de la política, a una crisis de representación permanente y a reglas de juego y jueces cuestionados, si acaso faltaba consagrar la desgracia.

El problema de fondo de la democracia peruana es que dicha pérdida sistemática de legitimidad no importa para la mayoría de peruanos. Parece que se hubiera instalado en el inconsciente colectivo nacional una generalizada desafección respecto a lo que suceda en la política, incluyendo la pasividad frente a la ofensa –directa o indirecta– a la garantía mínima de derechos individuales. Si pedimos a gritos “estados de emergencia” –que disminuyen nuestra ciudadanía– con tal de luchar contra la inseguridad, no es sorprendente ver a la mayoría de peruanos de brazos cruzados ante la pérdida de legitimidad del proceso electoral (por acción u omisión de las autoridades electorales).

La indiferencia y pasividad ante el agravio político se ha ido cultivando sistemáticamente desde el colapso del sistema partidario en los ochenta. El paulatino abandono de los partidos políticos tradicionales ha dado paso a nuevos partidos amorfos que existen gracias a sustitutos partidarios. Las identidades políticas predominantes en el país no son positivas, sino negativas: el antifujimorismo y el antiaprismo. Los peruanos no votamos con el corazón ni con la razón, sino con el hígado. Por si fuera poco, los candidatos presidenciales no sobresalen por sus cualidades o por su carisma, sino por ser el “mal menor”. Son anticandidatos –como los llamo en el libro de reciente edición–, personalismos que no atraen seguidores leales (‘lovers’), sino críticos acérrimos de sus rivales (‘haters’). 

Nuestra política es digna de lo real-horroroso. Fíjese en el resumen: partidos amorfos, identidades negativas (‘haters’), anticandidatos. Ahora sume el último ingrediente: antielecciones. La reacción, a nivel individual, va a ser una combinación de violencia atomizada (de grupos que transitan entre el republicanismo de ONG y la protesta social anarquizada) y de indiferencia expansiva (entre los más informalizados). Me temo que el irrespeto a la institucionalidad ya no conmueve (salvo para minorías) y que la anarquía electoral en la que estamos sumergidos es preocupación solo de unos pocos. Para el gran público, se trata de un vicio más.

Advertencia: no hay reforma política que nos saque de donde estamos. Nuestra “crisis perpetua” es sui géneris y las recetas son insulsas. No existen consensos mínimos entre la clase política ni entre los tecnócratas de la ingeniería constitucional para trazar escenarios de salida. Además, la polarización política que se agudiza producirá resentimientos suficientes como para trabar las iniciativas del próximo gobierno (si las tiene, en el mejor de los casos).