Mi edificio no es muy alto, pero por reglamentación y motivos prácticos –hay mucha gente mayor que vive en los pisos altos– debería tener un ascensor. Sin embargo, no lo tiene. La edificación se levantó a tropezones a través de diferentes crisis y para quienes lo conocieron en su peor época es casi un milagro que hoy luzca una pintura decente. La ausencia del elevador y de otras facilidades, que son básicas en cualquier edificio moderno, es el recordatorio de épocas más precarias. Sin embargo, ahora sí parecen existir las condiciones para que el edificio se ponga al día. O eso creía. Las primeras discusiones eran de esperarse: quienes viven en las plantas más bajas son los más reacios a poner dinero para un ascensor. El señor del departamento 202, un médico retirado que tiene fama de tener más alcohol que sangre a partir de las doce, dijo en un arrebato: “Perezosos de m..., ¡quieren pagar un platal con tal de no ejercitar el corazón!”. No voy a repetir la respuesta del vecino del 603 porque sé que mi madre va a leer estas líneas.
Con el tiempo, sin embargo, se llegó al milagro de un acuerdo para que todos aportaran en partes proporcionales a la altura de su departamento. En las cocheras ya se veían mejores autos, así que asumo que la mejora económica favoreció este gran paso. Solo quedaba la coordinación para la ejecución. Elegir entre tres compañías –Otis, Thyssenkrupp y una china que no recuerdo– fue muy enmarañado, debido a las sospechas de coima que flotaron sobre la junta directiva. Si ustedes vieran los cruces de correos. En esas se pasaron meses. Y cuando parecía que lo peor ya había pasado, una gran cereza se posó sobre el pastel de caca: la empresa elegida no pudo empezar porque el vecino del último piso, el 704, tiene el único acceso a la futura sala de máquinas (cosas que solo ocurren aquí) y negó el ingreso a los operarios como venganza por una antigua prohibición que la presidenta de la junta había logrado sobre tener mascotas en el edificio.
El vengativo señor del 704 tenía un gran danés, tan amado como asmático, que llenaba el edificio de toses y heces. Deshacerse de él debe haber sido muy doloroso para el señor, porque cuentan que su sonrisa fue macabra al momento de negarse. Como la junta no tuvo la muñeca necesaria para llegar a un acuerdo con este vecino, la empresa añadió un gran monto adicional para considerar andamios, grúas y más operarios. Esto ya fue el acabose, porque quienes habían aceptado poner el dinero de mala gana encontraron la excusa para echarse para atrás. Y en esas estamos en este edificio llamado Perú, en el que también se ven cosas esperpénticas, como seis primeros ministros rumbo al cuarto año de un gobierno o trabajadores que se movilizan en tolvas de camiones por culpa de un paro que protesta por la reforma del transporte en la capital del país latinoamericano que más ha crecido, perla de la gastronomía y de las contradicciones.
Un breve ejercicio para asumir lo iluso que es pensar en lo económico como cuerda separada de lo político, porque sin reforma política nos quedaremos sin ascender hasta el fin de los tiempos.
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