Mis hijas han crecido con la costumbre de aprovechar los días de Fiestas Patrias para hacer un viaje fuera de nuestra ciudad. Podría apostar, incluso, que las travesías que más recordarán en su vida serán esas que hicimos como familia, embutidos en una camioneta, inventando juegos y canciones mientras conocíamos nuevos climas, acentos y costumbres.
Sin embargo, hace unos años se me ocurrió tomar una autopista que no ocupa lugar en el mundo físico.
–¿Ya tienen listas sus maletas?
–¡Sí!¡¿Pero a dónde?!
–Ustedes no entienden lo que es una sorpresa, ¿no?
Ese sábado nos levantamos temprano, cogimos el equipaje y nos trepamos al carro. La mañana estaba húmeda, como cada vez que hemos emprendido este tipo de viajes. Según la tradición, en la mente de mis hijas el mensaje presidencial por la radio iba a ser parte de la banda sonora del trayecto. Avanzamos por la ciudad desierta, comentamos qué tipo de desayuno se nos antojaba por el camino y, de golpe, puse mi direccional.
–¿Es aquí?
–¿Es broma?
–Jeee, ya me las olía…
Nos detuvimos ante un hotel de Miraflores en el que había hecho la reserva y fuimos recibidos en la recepción. Cuando nos abrieron la habitación que nos habían asignado nos asaltó la misma curiosidad que recordábamos de otros viajes y, en cuestión de segundos, ya nos sentíamos forasteros en nuestra propia ciudad. Cuando horas después subimos al bus altísimo que nos recogió para un tour guiado, nuestro acento fue el de la minoría. Nos rodeaban ingleses, franceses, estadounidenses, brasileños, chilenos y colombianos que, al igual que nosotros, veían nuestra ciudad por primera vez desde aquella perspectiva: la de nuestras calles a la altura de los segundos pisos.
Nos detuvimos en monumentos, museos e iglesias por las que antes habíamos transitado con la indiferencia de quien solo se traslada. Nos tomamos fotos en la plaza San Martín riéndonos del poto del caballo, descubrimos que el cráneo de Santa Rosa está en la iglesia de Santo Domingo con una corona de flores digna de una película de Tim Burton, caminamos por las calles del viejo Rímac imaginando las intrigas de la época de Amat. Vimos la guardia en el Palacio de Gobierno, contrastamos las pollerías del Jirón de la Unión con la mítica idea de calle aristocrática que nos legó Valdelomar, volvimos a cruzar la ciudad y, con la emoción de quien se va a reencontrar con alguien querido, nos pegamos a las ventanas porque sabíamos que íbamos a ver el mar.
Los almuerzos nos supieron más ricos. Los limeños, más amables. Hechos tan domésticos como ver las Olimpiadas en nuestra habitación, o salir a comprar algún antojo al supermercado, nos parecieron acontecimientos dignos de guardarse en la memoria.
Cambiar de lupa es una brisa para la retención del mundo.
Y si bien no todas las semanas se puede ser un forastero en nuestra propia tierra, hay variaciones cotidianas que nos pueden ayudar a renovar nuestros esquemas oxidados.
Caminar en lugar de subir al auto. Pasear por la vereda opuesta. Cambiar el reloj de muñeca.
Porque si la vida es un trayecto, quienes cambian de ventana acumularán más riqueza que los que se atornillan en su sitio.