Es conocida la predilección del Gabinete Zavala por los entornos empresariales y su aversión a los conflictos sociales. Según un estudio realizado por 50+1 –publicado en “Perú 21”–, en los primeros cien días de gobierno miembros del Ejecutivo (presidente, PCM, ministros y viceministros) asistieron a 53 eventos organizados por iniciativa de intereses privados, mayoritariamente del sector negocios. La inédita concurrencia de nueve ministros en el último CADE constata la debilidad del gobierno por los aplausos empresariales. Según Ipsos, el 89% de concurrentes al encuentro en Paracas aprueba a Kuczynski, y el 93%, a Zavala. Love is in the air.
Inusualmente, la burbuja de CADE fue pinchada por el mundo real. Violentas protestas en Andahuaylas –donde el ministro de Agricultura y el contralor fueron “retenidos” por manifestantes– y disturbios en Huaycán por falsos rumores de traficantes de órganos –con una mujer asesinada por una “bala perdida”– delatan la distancia entre la sociedad y los ensueños de sus élites. Que la revista “Time” considere al Perú como un “bright spot on the global stage” puede ser entendible; que el gobierno se la crea sería una necedad. ¿Por qué el país se divide entre cadeístas y cazapishtacos? ¿Acaso hay un punto intermedio que permita imaginar una comunidad mínimamente integrada que enmiende su disfuncionalidad?
Las élites en el Perú no reconocen la visión del mundo de las mayorías como legítima. De derecha a izquierda, en el ‘establishment’ predomina un menosprecio por el mundo popular. Si el rumor de pishtacos genera desmanes públicos, se acusa rápidamente a los ‘pobladores’ de ‘ignorantes’; si un individuo se moviliza en campaña electoral “es por un taper de comida”. El sujeto popular se interpreta como ‘objeto de manipulación’, sin escarbarse en las razones más profundas de su malestar. Cualquier reclamo se lee como resentimiento, la coartada perfecta de las clases acomodadas para no tomarse el trabajo de entender al ‘otro’, a sus gobernados. Incluso entre los más progresistas del ‘establishment’, la vocación de inclusión social es practicada con verticalidad virreinal. El ‘affirmative action’ sirve como símbolo de ostentación progre. Así, el “tengo un practicante de universidad estatal” (inserte acento surf) es el nuevo “tengo un amigo gay”.
Las demandas ‘desde abajo’ no tienen que ver solamente con reivindicaciones de derechos, sino también de representación. Por eso, algunos prefieren votar por un narco que por un lobbista, porque el primero es socialmente más representativo. Un gobierno con fuertes deficiencias políticas y absorbido por su vocación economicista ofrece muy poco en términos de integración comunitaria. El problema de la tecnocracia en el poder no es de capacidad, sino de tacto social. Porque este divorcio entre la élite y la ‘plebe’ provoca respuestas que agravan la desconexión (por ejemplo, políticas de mano dura como reflejo pavlotiano). El gobierno ppkausa debería darse cuenta de que el arte de gobernar no se reduce exclusivamente a la administración de la economía, sino que implica, sobre todo, organizar las relaciones sociales de una sociedad fragmentada.