La victoria fue del presidente Martín Vizcarra. Él solito cosechó un triunfo que pudo haber compartido con el Congreso si es que nuestros parlamentarios no tuvieran la ceguera de un topo cuando de leer las necesidades de la población se trata. En lugar de presentar las leyes que iban a ser consultadas como producto de un trabajo esforzado y conjunto con el Ejecutivo, en lugar de trabajar con entusiasmo, entraron en una luchita de poder mezquina, contrabandearon menudencias, y no solo se echaron abajo la bicameralidad que era la reforma más importante del paquete, sino que trabajaron por las puras. O lo que es peor, cual duendes navideños terminaron trabajando para que Vizcarra se luciera como Papa Noel con su referéndum, sin que ellos pudieran gozar de ningún crédito. Solitos se salieron de la foto.
Y fuera de la foto continúan. Estamos viviendo escenarios políticos que hace un año ni siquiera hubiéramos sospechado. El presidente que nadie eligió es ahora un líder que ha tomado las riendas del país con firmeza y sin miedo. Convirtió el referéndum en la elección popular que nunca tuvo, legitimó su poder preguntándole al pueblo si estaba de acuerdo con sus propuestas, y muy empoderado nos dio el miércoles un mensaje a la Nación que parecía un discurso de toma de posesión del cargo, con jojolete al Congreso incluido.
Sin embargo, hay un punto que no se puede soslayar: el aplauso del pueblo es efímero y la popularidad muy volátil si está asentada sobre la emoción y la esperanza. Sin negarle méritos al presidente, el apoyo que lo sostiene viene de la calle (que es un gran logro) y de la expectativa que se ha generado en los ciudadanos por vivir en un país menos corrupto y más justo. Como me decía César Hildebrandt hace poco en una entrevista, a Vizcarra solo lo sostiene Ipsos; es decir, su gran soporte es el apoyo popular que se traduce en las encuestas, y que se cristalizó en la consulta del domingo. No tiene una bancada sólida, no tiene un partido político que lo proteja, su primer ministro es un ser extraño que actúa de manera sigilosa y su Gabinete tiene tan poco peso que un día nos quedamos sin ministros de Cultura y Trabajo y no pasa nada. Es más, podrían seguir desapareciendo los que quedan y aparentemente tampoco lo notaríamos.
¿Se puede gobernar así? No es imposible, pero es peligroso. Martín Vizcarra se ha vestido de blanco y rojo, ha tomado las riendas de su trineo, y cual Papá Noel peruano está dispuesto a sudar la gota gorda para regalarnos un país mejor. Hasta ahora la ilusión está intacta, pero si en unos meses esa valiente lucha anticorrupción no se traduce en cambios tangibles, en obras terminadas, en carreteras asfaltadas, o en niños sin anemia, los ciudadanos pueden darse cuenta de que los Papá Noeles no existen. Y al primer indicio de inoperancia o lentitud, va a ser el propio Vizcarra quien tenga que enfrentar el grito de protesta, con la misma soledad con la que hoy capitaliza la mirada esperanzada de quienes han decidido creerle.