¡No me regalen!, por Liuba Kogan
¡No me regalen!, por Liuba Kogan
Redacción EC

Siempre he sospechado del , sobre todo desde mis primeros años de mamá cuando estaba de moda recibir como regalo cuchillos eléctricos, que la verdad, dicho sea de paso, nunca usé. Vibraban como si el demonio los hubiera poseído, pero, peor aún, nunca tenía tiempo como mamá joven que estudiaba y trabajaba, para dedicar preciosas horas de mi tiempo en asar jugosos trozos de carne para luego cortarlos en rodajas finas.

Tampoco me gustaba recibir licuadoras ni batidoras como regalo, porque al día siguiente una tropa familiar esperaba desayunos opíparos que incluyeran recetas novedosas con todo tipo de licuados, queques y demás delicias culinarias que competían con una lista gigantesca de tareas pendientes que seguro nunca lograría acabar y me llenaba de culpa.

La imagen de la madre que hasta hace poco tiempo reflejaba la publicidad era la de la mujer tradicional o ama de casa ideal de la década de 1950 que, con ruleros en la cabeza y bata, dirigía su hogar, careciendo de vida propia fuera de su familia. Vivía para hacer feliz a su marido y a sus hijos. De modo tal que un electrodoméstico no le venía mal... Y la celebración de su día representaba una manera de agradecerle por el sacrificio que soportaba solita y con una sonrisa en los labios durante toda su vida de madre: un premio consuelo para los perdedores en la ruleta de la distribución del poder.

Sin embargo, ese tipo de familias y esa imagen de mujer casi han desaparecido, pero además han dejado de ser un modelo aspiracional. Las chicas estudian o trabajan, ya no se casan tan jóvenes como antes, aspiran a tener matrimonios más democráticos en los que puedan acordar con sus parejas acerca de los asuntos importantes para ellos y sus familias. Los rituales de la alimentación, la vestimenta o las celebraciones se han simplificado: hoy se puede subcontratar casi de todo, por lo que las madres ya no tienen que sacrificarse preparando trescientos panes y cinco tortas para un cumpleaños.

Pese a ello, el mercado se ha vuelto a apropiar del Día de la Madre, aunque ya no la coloca en la cocina ni la caracteriza como un ser sacrificado. Si observamos las piezas publicitarias que ya empezaron a circular en estos últimos días, las madres peruanas son presentadas como muy jóvenes, rubias, esbeltas, dulces, sonrientes, elegantes y sosteniendo a un bebé inmensamente feliz. Ya no se les ofrece cuchillos eléctricos, sino vestidos entallados, accesorios, lápices labiales, zapatos o carteras. El bebé aparecería como un accesorio, pues la madre es ante todo una mujer joven, que no debe perder la esbeltez, que no debe mostrar ojeras por falta de sueño ni ensuciarse por alimentar al bebé.

La publicidad tiene sus códigos, sus intuiciones y sus apuestas. Los científicos sociales miran con recelo esas imágenes que no se parecen mucho a la realidad y denuncian que nos empujan al consumismo y a sentirnos disconformes respecto a lo que somos. Por lo pronto, de cuando en cuando, abro un gran sobre donde guardo todas las cartitas que mi hija me escribió de pequeña y suspiro de emoción.